jueves, 12 de diciembre de 2013

Hasta siempre Latinoamérica

Almu fue la primera en marcharse. La vimos irse por la puerta del control de seguridad con una sonrisa medio tristona. Se me heló el cuerpo, tal vez por el aire acondicionado del aeropuerto, tal vez fui consciente por primera vez que el regreso era inminente.

Supongo que es hora de hacer balance. ¿Valió la pena el viaje? Por supuesto. ¿Lo volvería a hacer? Sin dudarlo. Aunque me siento la misma tonta que cogió la mochila en enero, me noto más tranquila ante todo. Quizás el ritmo de aquí se me ha metido en el cuerpo, quizás sea por lo vivido estos meses. 

Al principio era una turista de los pies a la cabeza, sin involucrarme demasiado, como quien ve una peli. Poco a poco fui aprendiendo a vivir viajando. A colocar el saco sábana en cualquier hueco, a comer papas a diario, a conversar con los vecinos, a esperar durante horas el autobús, a regatear por los precios. Una nueva cocina era una fiesta para el estómago y para el alma: comprar alimentos, cocinarlos y compartirlos con cerveza junto a otros viajeros. Un encuentro con alguien se convertía en algo casi mágico, en intercambiar y aprender. 

Cada país de Latinoamérica tiene su identidad, pero todos comparten algo. Los Andes son la columna vertebral de toda Sudamérica, atraviesan desde Colombia hasta la punta más austral de Argentina. Y sus gentes comparten no sólo tierra, sino historia, bailes, aguayo en sus prendas, plátanos y frijoles en sus platos, luchas por su independencia...  Están unidos a su tierra, aman y cuidan a la Pacha Mama.

 Han sido 12 meses, sin 12 causas. 12 meses porque sí. Un total de 342 días, con sus horas y minutos. Hemos visitado 10 países, recorrido más de 10.000 km. No fue la ruta del Che, pero conocimos Sudamérica de cabo a rabo. Viajamos siempre por carretera, en más de 100 autobuses, kilómetros de historias, un montón de sellos en el pasaporte. Dormimos en más de 300 camas y 70 hostels diferentes. Mi Facebook tiene 100 contactos nuevos y mi Dropbox 21 cuentos de mujeres que pusieron su voz a mi historia y que dieron un hilo conductor a esta aventura. 

Cifras y cifras que se acumulan y que ahora me sorprenden. 2013 ha sido un año maravilloso, con sus momentos chungos y sus alegrías, pero que no hubiera existido sin Aida, Vane y Almu. Sin ellas jamás hubiera dado el salto ni hubiera cruzado el charco. 

América Latina es un subcontiente grandioso, heterogéneo, desbordante y palpitante. Historia, arte, cultura y vida corren por sus venas. Y a pesar de que España cometió atrocidades en estas tierras, sus gentes son cálidas y cariñosas con cualquier el extrangero/a. Ahora es Estados Unidos quien les roba y les humilla. Sólo espero que resistan, que perdonen pero que no olviden.








lunes, 2 de diciembre de 2013

Panamá, territorio gringo

Se paga en dólares, hay banderitas en azul, rojo y blanco en todos los balcones y se oye spanglish por las calles. Panamá es ya parte de Estados Unidos, un pequeño territorio libre de impuestos, en el que sus habitantes viven al más puro estilo yankee. Mucho centro comercial, mucha hamburguesa, mucha basura.

Crucé la frontera después de un viaje en lancha, uno en avioneta y otro en autobús. Y me fui directa a Bocas de Toro. Algunos dicen que esta zona tiene las mejores playas del país: aguas turquesas, cocos y palmeritas, pero apenas hay arena para colocar la toalla. Lo que fue una laguna de islas de pescadores se ha convertido en un negocio caribeño para que los guiris se tuesten al sol y beban cerveza. A pesar de la lluvia cansina de los primeros días, pude zambullirme en las playas de Red Frog y de las Estrellas, donde bucear es como estar en un mundo azul. 

Y me reencontré de nuevo con Almu, Vane y Aida. Ellas se alojaban en la avenida principal, así que cada mañana las pasaba a buscar para hacer alguna excursión. No recordaba lo bien que se pasa en su compañía. Añoraba reírme con ellas, relajarme durante horas y recordar anécdotas del viaje. Sin prisas, sin agobios, días de tumbarnos al solete. 

Ya no me preocupo por el presupuesto diario, son como vacaciones dentro de las vacaciones. No hay más planes más allá de esta semana, y es que el regreso a casa está a la vuelta de la esquina. Tristeza, nervios, ganas... Empieza la cuenta atrás...




domingo, 24 de noviembre de 2013

El miedo

Hay miedos concretos, miedos paranoicos, profundos, oníricos, irracionales, que te paralizan. Odio el miedo. Siempre que temo algo, intento hacerle frente, superarlo sacando fuerzas de debajo de las piedras. Sin embargo, hay veces que no todo depende de una misma. Pueden influir factores externos, como un mal lugar, una desagradable compañía, la mala salud o la falta de suerte.

Me encontraba en Turbo, un puerto sucio y maloliente cerca de la frontera con Panamá. Había escuchado historias terroríficas: que no vayas sola por ahí, que te van a robar, que por ahí pasan mucha mercancía hacia la aduana. Pero lo cierto es que no se puede cruzar a Panamá por tierra, la región de Darién está controlada por las FARC; y de las otras dos alternativas, avión o velero, la segunda es más barata.

Pensaba llegar a Turbo, comprar el billete de la lancha y pasar una noche en un hostal del centro. Pero los planes no siempre resultan. A las pocas horas de estar ahí, empecé a temblar, todo el cuerpo me pesaba, las manos y las piernas no me respondían, los huesos me dolían, los párpados se me cerraban. Me metí en la habitación, un cuarto destartalado con aseo y cama dura. No sé cuantas horas dormí, no sé si deliré, si lloré. Tuve mil pesadillas. 

Soñé que sufría dengue o malaria, que no podía viajar hasta Panamá, ni regresar a casa. Soñé que mi familia se enteraba de mi desaparición semanas más tarde y se preocupaba. Alguien picó a la puerta, el dueño del hostal, preocupado por mí, me traía limonada caliente con miel, ibuprofenos y se ofreció a acompañarme al hospital. Cogí la bebida y las medicinas y volví a la cama. Otras mil historias terroríficas me martirizaron durante horas.

Al día siguiente reuní fuerzas para ir al puerto y posponer mi viaje en bote y llamé al seguro para que me visitara un médico. No había doctores disponibles, era sábado. Volví a la cama. Estaba muerta de miedo: la fiebre no bajaba y me veía en ese antro de por vida.

Pero lo malo siempre es temporal, y al tercer día volví a vivir. La fiebre había desaparecido, tenía un poco de hambre (buen síntoma) y me sentía digna para viajar. Al final de todo, Turbo no resultó tan peligroso, era feo y sucio, pero había buena gente. Tampoco yo surfía una grave enfermedad, sino un resfriado pasajero. Y es que nuestra mente exagera demasiado y a veces crea monstruos donde no los hay. 





viernes, 15 de noviembre de 2013

La buena suerte en Tayrona

El 12 de noviembre era el cumpleaños de Oihane. Mi sobrina pequeña hacía un año de vida. Recuerdo la madrugada que nació. Mi cuñado me llamó de madrugada: "Prepara una mochila, tú te quedas con Ainhoa. Tu hermana y yo nos vamos a la clínica". La vi al día siguiente, abrazada a la teta y me fascinó su carita redonda y sonriente. No tuve tiempo de conocerla, me marché enseguida de viaje.

Era su día y la echaba de menos. ¿Cómo se puede añorar a alguien con quien apenas se ha tratado? Me encontraba en el Parque Tayrona, una reserva natural de Colombia, mitad jungla mitad caribe. Andaba algo de capa caída pero por suerte conocí a Karina y Maxi, una pareja italo-argentina, que compartió conmigo pateadas y otros secretos por los caminos.

Ese día les comenté que estaba preocupada por la comida, que sólo tenía dos latas de guisantes y no podía gastar mucho. Les confesé también que extrañaba a mis tres amigas de viaje, que me gustaría reecontrarme con ellas. Una hora más tarde, un señor me dió una bolsa con plátanos, tomates y atún, él se iba y no quería que se echaran a perder. Y al poco, en Playa Piscina, vi a lo lejos la camiseta morada de Antígonas, era Aida. Y a su lado, Vane y Almu. Corrí a abrazarlas. 

Se me trababa la lengua de los nervios, no sabíamos por dónde empezar a contar las anécdotas de estos últimos 5 meses. Hablamos y hablamos, cerveceando, como de costumbre, parecía que nunca me hubiera separado de ellas. Y nos cogió la noche. En la oscuridad del bosque no supe cómo volver a mi camping, así que me metí en su tienda, con la arena y la sal aún en el cuerpo.

Por Tayrona, las 4 correteamos por orillas y senderos, rodeadas de palmeras, flores y hormigas. Descalzas cual indígenas, integradas en el medio. Al tercer día nos despedimos otra vez. Yo quería venir a Taganga y bucear, ellas preferían tirar para Cartagena. No sé si las veré de nuevo en este último mes. Sino es en América Latina, las veré en casa.







sábado, 9 de noviembre de 2013

La Guajira, entre desierto y oasis

María se levanta a las 5 cada mañana, cuando apenas asoma el sol. Prende la hoguera y coloca el agua para el café. Luego se sienta a que el pescador pase por su casa a dejar el desayuno. Hoy reza para que el chico haya tenido suerte con la red, dice que como es época de lluvia los peces se meten mar adentro. 

Tiene 63 años, ha sacado adelante 7 hijos (sufrió la pérdida de otros tres) y a un marido medio borrachín y es la encargada de la cocina, el agua y otros quehaceres del ranchito. "Aquí nunca falta de comer, siempre hay pescado, pero a veces sólo comemos una vez al día. Esto es tranquilo y seguro, pero yo quiero que mis hijos estudien para que su vida sea mejor que la mía", confiesa la dueña de la casa. Pertenecen a los Wayúus, la tribu de La Guajira que habla su propia lengua y se alimenta del mar, del desierto y del carbón. Ésta fue la única zona de Colombia que los españoles no pudieron colonizar, quedó intacta, tal como es, conservando sus costumbres durante siglos. 

Desde hace dos días duermo en la cabañita de María, en el Cabo de la Vela. Esto está, literalmente, en el quinto pino: no hay agua corriente, sólo lo que deja la lluvia, y no llega luz ni transporte público. Habitan poco más de 1000 personas, apenas hay dos tiendecillas y los restaurantes funcionan a pedido y según la pesca del día. Un jeep carga y descarga a diario pasajeros y mercancía en Uribia, la ciudad más cercana, a dos horas y media. Los vecinos piden encargos al chófer, desde prensa, hasta cigarrillos, arroz o medicinas. Cuando trae panecillos, el boca a boca corre como la pólvora por la calle y enseguida se lían unas colas tremendas.

No hay mucho que hacer por aquí, a parte de dar largos paseos por la orilla, conversar con las artesanas que tejen bolsos y contemplar el atardecer. A veces me tumbo en una hamaca o en un chincharro, otras me empano mirando el horizonte. El sol se va a las 6h de la tarde y la poca luz eléctrica se alarga hasta las 21h. Luego, poco a poco, las charlas se van apagando, como las velas en los porches. 






lunes, 4 de noviembre de 2013

Los días tontos

Después de casi un año de viaje, una se siente casi una mochilera experta. Sabe dónde comer por 2€, regatear hasta el límite y moverse entre los vecinos. Se tiene un radar que distingue en seguida entre el turista con pasta, el gringo que lleva meses por Sudamérica y no sabe decir más que "buen día, una servesa" y los que apenas empiezan su aventura

Las conversaciones suelen repetirse más que el ajo, a veces me parece estar en un dejavú infinito como en El día de la marmota. "¿Viajas sola? ¡Qué valiente!, ¿Qué países has visto?, ¿Cuál es el que más te ha gustado?". Suelto las respuestas de forma automática, casi sin pensar, a veces añadiendo algún chascarrillo original. Al acabar mi retahíla, doy mi email y mi facebook, sabiendo de ante mano que nunca más volveré a ver a mi nuevo contacto.

Muchas veces prefiero no hablar. Tomo aire, paseo y miro al cielo, como hoy. Quizás sea uno de esos días tontos, en los que una sólo compra un billete de bus, cose un agujero del tejano y espera para ver a su hermana por skype. Pero es casi un regalo apacible, y más después de jornadas repletas de energía y emoción. 

Ayer navegué por el imponente Río Suárez (San Gil, Colombia), tan peligroso como impresionante. Tiene los mejores rápidos de América Latina y acojona sólo con mirarlo desde la orilla. Me subí al bote con miedo y no se me quitó hasta bajar. No había tregua en esas aguas bravas, las olas parecían volcarnos en cada salto, esquivábamos huecos de 4 metros de altura y otros remolinos infernales. Remaba y remaba, hacía fuerza con los pies para no caerme al agua y soltaba algún que otro grito. Y reía sin parar, tal vez por el cangueli o la adrenalina.

 

miércoles, 30 de octubre de 2013

Cuentos de Medellín

Encontré a Patricia Casas en Vivapalabra, una casa y escuela de cuenteros de Medellín con 15 años de antigüedad. Ella se definía como ama de casa y provenía de la región bananera de Urabá. La violencia extrema de su tierra le hizo abandonar su hogar e ir a la ciudad en busca de una nueva vida. "Soy desplazadaTeníamos negocios, nos quemaron dos carros. Me dijeron o te vas en 24 horas o te vas", recuerda Patricia con los ojos brillantes.

Una vez aterrizó en la urbe, el miedo no desapareció de su cuerpo: "No soportaba los ruidos ni los gritos, pensaba que me perseguían por las calles". Era tal su delirio persecutorio, que un psicólogo le aconsejó que escribiera todo lo que había vivido, como una especie de catarsis. "Me parecía tan fuerte escribir sobre muerte que lo disfracé y, de ahí, salió un cuento". El enemigo común quedó finalista en el festival Vení y contá, y su director, J. Villalta, le animó para que siguiera en el mundo de los cuentos. 

De eso ya hacía más de 14 años. Patricia se ha dedicado a estudiar las técnicas corporales, escénicas, literarias y vocales durante 5 cursos en la Escuela de Cuentería y Oralidad. "Te enseñan a contar de la manera más natural posible, como lo hacían nuestros abuelos: alzando la voz, dejando silencios, agachándose...como si el teatro fuera el salón de casa". 

Así fue como, en la cocina de Vivapalabra, Patricia entonó El carretero, una divertida fábula de Nicolás Buenavuentura sobre las destrezas de una esposa infiel. Cual cuentera profesional volvió a ganarse una gran ovación, la mía. 

Su próxima andadura es su graduación como cuentacuentos titulada. Patricia tiene pensado sorprender al tribunal con su carta más fuerte, la Bertica, una abuela inventada por ella, que se peina con la ralla en medio, se viste de misa y tiene licencia para contar los chistes más morbosos. 




martes, 22 de octubre de 2013

Motivos para venir a Colombia

Todo lo que conocía de Colombia tenía que ver con peligro. Las guerrillas, los secuestros, las FARC, los paramilitares, el negocio de la cocaína, Pablo Escobar... Mi madre y mi hermana me repetían que no fuera, me advertían del riesgo de ir sola, y más siendo mujer. 

No obstante, durante mi viaje encontré a decenas de turistas que lo consideraban lo mejor de Sudamérica. Y es que no hay que creerse ni la mitad de tantas historias terroríficas, y más si los que te aconsejan ni siquiera han pisado el país. Si bien es cierto que hay desplazados, que existen secuestros y que los guerrilleros aún actúan, éstos se concentran en zonas muy alejadas, caminos por los que una mochilera como yo jamás iría. 

Hay que entrar a Colombia con la mente abierta, dejando los prejuicios en la frontera. Este país tiene más maravillas como ningún otro en América Latina: el 35% de su superficie es selva, posee cientos de bosques y zonas tropicales, con multitud de plantas y animales, goza de playas de ensueño en el Caribe y puede presumir de tener el mejor café del mundo. Se respira alegría en su ambiente: se oye salsa y vallenato las 24 horas del día por sus calles, locales y hasta dentro de las busetas de colorines. Los colombianos y las colombianas sonríen, se mueven con dulzura, se interesan por todo y entablan conversación enseguida con el que se acerque un poco.

Me siento querida y cuidada, como la que vuelve a su pueblo de verano y encuentra la paz del vivir sin prisas. Cada día me acogen todos, desde la mujer que me vende el tinto por la mañana, hasta el paisano que me regala una arepa con queso.

Estoy en Manizales desde hace cuatro días, en casa de Mancho. Lo conocí en un albergue de Salento, dormía en la cama de al lado, conversamos varias tardes y compartimos cena y brindis. Vive con su madre y su hermano pequeño y, aunque durante la semana anda liado en una empresa gaseoducta, los fines de semana disfruta a tope siendo guía de montaña. Conoce el Valle de los Nevados y los cerros del Caldas como la palma de su mano, y me muestra con cariño las maravillas de su tierra.

Y por aquí ando, dejándome querer por Colombia y enamorándome cada día más de ella. 




  


miércoles, 16 de octubre de 2013

Cuentos de Bogotá

Judith Castillo vivía a más de media hora en bus desde el centro de Bogotá. Aunque andaba liada con su tesis, un estudio sobre el lenguaje docente, me recibió en su casa con una enorme sonrisa y mil cosas para contarme.

Había nacido en Barranquilla, como Shakira y Sofía Vergara, y al igual que ellas lucía cuerpazo y una melena brillante habiendo pasado con alegría los treinta. Tras su apariencia atractiva, se escondía una mujer soñadora y apasionada por su profesión: maestra.

Aunque empezó estudiando ingeniería en la universidad, enseguida se dio cuenta de que lo suyo era la enseñanza. "Mi profesión es mágica. Fui bendecida para ser profesora, incluso me becaron todos los estudios", recuerda orgullosa. De aquello ya hace más de 12 años. Desde entonces, Judith forma parte del Centro de Animación a la Lectura. Primero se encargó de la biblioparque, y luego sus maestras y dueñas del proyecto, le cedieron las riendas del grupo. 

Cuando se colocaba ante el público, agarraba un gran cuaderno con nubes pintadas y entonaba la melodía del cuenta cuentos. "La canción narra la historia de un mundo gris, en el que un día aparece una mariposa llamada imaginación, que logra que regresen los colores". Judith tenía la capacidad de narrar cualquier cosa, de improvisar de forma espontánea y natural. 

Me contó la Leyenda de Wareke, una historia sobre las mujeres de la Guajira y su dominio en el arte de tejer. El cuento duró más de 10 minutos. Judith se movía de un lado al otro del salón, pegaba fotos en el libro, cambiaba de voz en cada personaje... parecía no faltarle ni el aire ni la energía. 

Aunque poseía un amplio repertorio de batalla, su fábula comodín, que le servía frente a niños, jóvenes y ancianos, era Disculpe, ¿es usted una bruja?, de Emily Horn. Su sueño era publicar un libro con cuentos propios, pero necesitaba tiempo: "Como dice Gabriel García Márquez, no se puede escribir todo de una sentada, hay que dejar la pluma en el tintero". O en otras palabras, lo bueno se hace esperar.

                                    

martes, 8 de octubre de 2013

Mi amigo colombiano

Conocí a Steven en la playa de Máncora (Perú). Nos alojábamos los dos en el hostel más barato del pueblo, una cabaña de bambú y madera con cocina para nosotros solos. Él trabajaba en el chiringuito de Víctor, el mismo dueño del albergue. 

Como yo, Steven también estaba viajando por América Latina, pero tenía que ganar algo de dinero para seguir su ruta. Mientras yo me tumbaba al sol, él servía mesas a cuatro manos. Por la noche, lo iba a buscar, preparábamos la cena juntos y salíamos a bailar. Así durante días. A nuestras andanzas se unieron los chilenos, Pablo, Alejandra y Felipe.

Un día decidí colgarme de la mochila otra vez y continuar rumbo al norte. Nos despedimos sin saber si nos encontraríamos de nuevo. Cuando ya hacía más de un mes que vagabundeaba por Ecuador, Steven volvió a aparecer en mi vida. De repente, en Quito, en mi mismo albergue. Nos abrazamos y salimos a bailar, como poco tiempo atrás. Cual imanes, atrajimos a los argentinos Manu y Juan, a Davide, el italiano y a Leandro, el quebecuá. Cinco días de risas y cervezas a menos de un dólar, cerrando todos los bares de Mariscal y algunos afters.

Crucé a Colombia hace cinco días. Me parece estar dentro de un cuento: el sol brilla, se oye música por las calles y la gente es amabilísima. Y me he vuelto a reencontrar con mi amigo por tercera vez. Me alojo en su casa, duermo en la habitación de su hermana y comparto sofá con su padre, su madre y su hermano Miguel Ángel. Viven en San Agustín, un pequeño pueblo de la zona cafetera, famoso por sus tumbas arqueológicas y rodeado de ríos y cascadas. Steven tiene 11 años menos que yo y sólo piensa en menearse a ritmo de cumbia. Podría parecer que no tiene nada que ver conmigo, pero ambos somos mochileros empedernidos, con ganas de conocer mundo y con una fuerte debilidad por los chicos chilenos...





miércoles, 2 de octubre de 2013

Y... volé

No fue un sueño. No andaba con un par de cervezas de más, ni tampoco caí rendida a los encantos de un chico... Cuando digo que volé, es que volé de verdad.

Ayer hice Canopy, una especie de tirolina hecha de cable de acero por la que una se desliza a más de 70 metros de altura. La reserva de Mindo atrae a turistas desde hace 14 años para realizar cual fantasía en realidad.

La primera vez me lancé sentada, el cuerpo hacia atrás y los pies cruzados. El vértigo ante la inmensidad del bosque me daba terror. A pesar de los cables de acero, los hierros ensamblados y la profesionalidad de los chicos, nada me daba confianza. Si no hubiera sido por Armando y Alexandra, me pierdo la experiencia.

El chico chileno y su amiga ecuatoriana estaban de vacaciones por la zona, me recogieron en su taxi cuando yo iba a pie por el camino que llevaba a la genial atracción. Enseguida surgió tan buen rollo, que pasamos todo el día juntos. Ellos me animaron a hacer posturas extrañas en el aire, poses que quitaban el hipo, mientras me grababan des del extremo.

El grito que pegué al caer cuando me tiré boca abajo duró minutos. Parecía superwoman (vídeo aquí), el torso recto como una tabla, agarrada por la espalda y con los brazos abiertos. Veía las copas de los árboles a lo lejos, sentía cerca los pájaros, casi podía rozar las nubes. No tenía nada adelante a lo que agarrarme, sólo estábamos yo, el viento y el bosque.

Luego me tiré boca abajo, con los pies mirando el cielo y las piernas abiertas como una mariposa (vídeo aquí). Notaba las correas en mi cadera, veía un enorme techo azul. Era como estar en un Dragon Khan, pero del revés todo el rato. Supongo que algo parecido debe ser lanzarse de un avión, hacer parapente o jumping. ¡Qué ganas de volver a volar!


jueves, 26 de septiembre de 2013

El arte de Guayasamín

Oswaldo Guayasamín fue el Picasso ecuatoriano, un artista de los pies a la cabeza que viajó, leyó y conoció a muchos personajes contemporáneos, sin olvidar jamás sus raíces. "Soy indígena, ¡carajo!", solía decir. Murió en 1999, con casi 80 años, 7 hijos, 3 esposas y más de 500 obras.

Entrar en su casa, ver su cocina, su armario y, sobre todo, su taller me hizo recordar a mi padre. Un caballete viejo en mitad de la sala, bocetos a lápiz esparcidos por el escritorio, tubos de acrílicos sucios, una paleta con pinturas mezcladas, pinceles en agua, un cenicero gastado y, al fondo, una gran estantería llena de libros. Olía a viejo, humedad y ácido. 

Me sorprendió el cuadro de Paco de Lucía, un rostro fuerte, con rasgos rectos y una mirada negra, profunda. El artista decía que sus retratos debían reflejar el interior y el físico de la persona, su pasado y su futuro. Tardó 40 minutos en pintar al diestro del flamenco y, aunque sobre la tela posee arrugas inexistentes, las pinceladas con espátula realzan su genio inconfundible.

Las obras de Guayasamín muestran el sufrimiento de los niños, niñas, mujeres e indígenas de Latinoamérica. Aparecen en esqueletos, con los ojos saltones y los rostros desencajados por el dolor. Como Picasso, las formas cúbicas crean volúmenes  tridimensionales, llenos de fuerza, gracias a fondos lisos de colores primarios donde el ser humano ocupa el espacio central.

Me conmovió hasta las lágrimas. Siempre estuvo cerca de las víctimas, realizó trabajos en homenaje a los republicanos de las Guerra Civil, los caídos en Vietnam e, incluso, para Víctor Jara, Salvador Allende y Pablo Neruda, sus tres grandes amigos chilenos fallecidos el mismo año. 

Era ateo y, poco antes de fallecer, construyó la Capilla del Hombre, un templo no para Dios sino para las personas de a pie. Ahí se encuentran pinturas dedicadas a todas las víctimas de la violencia y el terror, y también una serie sobre la ternura: la madre abraza a su hijo, creando un espacio de protección como un vientre materno. El amor más incondicional.  


domingo, 22 de septiembre de 2013

Chicas jóvenes y valientes

Comen arroz y patatas a diario. Rara vez prueban la carne, la fruta o el pescado. Aún así cocinan con esmero, cortan fina la cebolla y el pimiento y hierven la sopa el tiempo justo. Cenan cada día lo mismo que almuerzan, pero siempre se sientan alrededor de la mesa con la cuchara en la mano y una hermosa sonrisa.Tal vez sea porque es momento de compartir con el resto, de charlar y poner en común.

Deysi, Vivi y Carmencita parecen hermanas, pero tan sólo llevan unos meses compartiendo techo, vida, risas y penas. Las tres deben limpiar y ordenar su cuarto, hacer el baño y cocinar para conseguir a cambio 30 minutos en Internet. Tienen un cuadrante con las tareas de limpieza colgado en la pared, y cada semana rotan las funciones. Suelen cumplir con sus obligaciones, aunque como toda adolescente, a veces se hacen las remolonas.

Vivi es la que más ha vivido. Se escapó de su casa con apenas 11 años, ha estado con una familia de adopción, luego en la calle, vagabundeando con hippies y artesanos, y hasta se metió en ambientes de mala muerte. Después de todo, quiere seguir estudiando y está entusiasmada con las clases de martillo, un deporte raro que le devuelve la seguridad en sí misma.

Carmen es la más pequeña de la casa, tiene unos 12 años, aunque su madre no recuerda la fecha de su nacimiento. Apenas ha salido de las faldas de su mama, no ha ido a la escuela hasta ahora, su vida transcurría en una pequeña choza de plástico, cuidando de sus hermanos y haciendo hogueras. Poco a poco está conociendo mundo, abriéndose a un futuro mejor.

 Deysi es guapa, coqueta y confía en ella misma. No quiere volver con su madre y, aunque añora a sus hermanos, sueña con una vida nueva: estudiar, trabajar, llegar a ser psicóloga, enamorarse... Vamos, lo que muchas queremos.

A pesar de que ninguna sabe de libros, de política o historia, las tres han vivido mucho más de lo que yo viví a su edad. Espero haber aprendido algo de ellas, al menos ya sé hacer pulseras y cocinar cuando la nevera está vacía. De lo que estoy segura es que me han contagiado ganas, fuerza y valentía para seguir con mi viaje.