miércoles, 30 de octubre de 2013

Cuentos de Medellín

Encontré a Patricia Casas en Vivapalabra, una casa y escuela de cuenteros de Medellín con 15 años de antigüedad. Ella se definía como ama de casa y provenía de la región bananera de Urabá. La violencia extrema de su tierra le hizo abandonar su hogar e ir a la ciudad en busca de una nueva vida. "Soy desplazadaTeníamos negocios, nos quemaron dos carros. Me dijeron o te vas en 24 horas o te vas", recuerda Patricia con los ojos brillantes.

Una vez aterrizó en la urbe, el miedo no desapareció de su cuerpo: "No soportaba los ruidos ni los gritos, pensaba que me perseguían por las calles". Era tal su delirio persecutorio, que un psicólogo le aconsejó que escribiera todo lo que había vivido, como una especie de catarsis. "Me parecía tan fuerte escribir sobre muerte que lo disfracé y, de ahí, salió un cuento". El enemigo común quedó finalista en el festival Vení y contá, y su director, J. Villalta, le animó para que siguiera en el mundo de los cuentos. 

De eso ya hacía más de 14 años. Patricia se ha dedicado a estudiar las técnicas corporales, escénicas, literarias y vocales durante 5 cursos en la Escuela de Cuentería y Oralidad. "Te enseñan a contar de la manera más natural posible, como lo hacían nuestros abuelos: alzando la voz, dejando silencios, agachándose...como si el teatro fuera el salón de casa". 

Así fue como, en la cocina de Vivapalabra, Patricia entonó El carretero, una divertida fábula de Nicolás Buenavuentura sobre las destrezas de una esposa infiel. Cual cuentera profesional volvió a ganarse una gran ovación, la mía. 

Su próxima andadura es su graduación como cuentacuentos titulada. Patricia tiene pensado sorprender al tribunal con su carta más fuerte, la Bertica, una abuela inventada por ella, que se peina con la ralla en medio, se viste de misa y tiene licencia para contar los chistes más morbosos. 




martes, 22 de octubre de 2013

Motivos para venir a Colombia

Todo lo que conocía de Colombia tenía que ver con peligro. Las guerrillas, los secuestros, las FARC, los paramilitares, el negocio de la cocaína, Pablo Escobar... Mi madre y mi hermana me repetían que no fuera, me advertían del riesgo de ir sola, y más siendo mujer. 

No obstante, durante mi viaje encontré a decenas de turistas que lo consideraban lo mejor de Sudamérica. Y es que no hay que creerse ni la mitad de tantas historias terroríficas, y más si los que te aconsejan ni siquiera han pisado el país. Si bien es cierto que hay desplazados, que existen secuestros y que los guerrilleros aún actúan, éstos se concentran en zonas muy alejadas, caminos por los que una mochilera como yo jamás iría. 

Hay que entrar a Colombia con la mente abierta, dejando los prejuicios en la frontera. Este país tiene más maravillas como ningún otro en América Latina: el 35% de su superficie es selva, posee cientos de bosques y zonas tropicales, con multitud de plantas y animales, goza de playas de ensueño en el Caribe y puede presumir de tener el mejor café del mundo. Se respira alegría en su ambiente: se oye salsa y vallenato las 24 horas del día por sus calles, locales y hasta dentro de las busetas de colorines. Los colombianos y las colombianas sonríen, se mueven con dulzura, se interesan por todo y entablan conversación enseguida con el que se acerque un poco.

Me siento querida y cuidada, como la que vuelve a su pueblo de verano y encuentra la paz del vivir sin prisas. Cada día me acogen todos, desde la mujer que me vende el tinto por la mañana, hasta el paisano que me regala una arepa con queso.

Estoy en Manizales desde hace cuatro días, en casa de Mancho. Lo conocí en un albergue de Salento, dormía en la cama de al lado, conversamos varias tardes y compartimos cena y brindis. Vive con su madre y su hermano pequeño y, aunque durante la semana anda liado en una empresa gaseoducta, los fines de semana disfruta a tope siendo guía de montaña. Conoce el Valle de los Nevados y los cerros del Caldas como la palma de su mano, y me muestra con cariño las maravillas de su tierra.

Y por aquí ando, dejándome querer por Colombia y enamorándome cada día más de ella. 




  


miércoles, 16 de octubre de 2013

Cuentos de Bogotá

Judith Castillo vivía a más de media hora en bus desde el centro de Bogotá. Aunque andaba liada con su tesis, un estudio sobre el lenguaje docente, me recibió en su casa con una enorme sonrisa y mil cosas para contarme.

Había nacido en Barranquilla, como Shakira y Sofía Vergara, y al igual que ellas lucía cuerpazo y una melena brillante habiendo pasado con alegría los treinta. Tras su apariencia atractiva, se escondía una mujer soñadora y apasionada por su profesión: maestra.

Aunque empezó estudiando ingeniería en la universidad, enseguida se dio cuenta de que lo suyo era la enseñanza. "Mi profesión es mágica. Fui bendecida para ser profesora, incluso me becaron todos los estudios", recuerda orgullosa. De aquello ya hace más de 12 años. Desde entonces, Judith forma parte del Centro de Animación a la Lectura. Primero se encargó de la biblioparque, y luego sus maestras y dueñas del proyecto, le cedieron las riendas del grupo. 

Cuando se colocaba ante el público, agarraba un gran cuaderno con nubes pintadas y entonaba la melodía del cuenta cuentos. "La canción narra la historia de un mundo gris, en el que un día aparece una mariposa llamada imaginación, que logra que regresen los colores". Judith tenía la capacidad de narrar cualquier cosa, de improvisar de forma espontánea y natural. 

Me contó la Leyenda de Wareke, una historia sobre las mujeres de la Guajira y su dominio en el arte de tejer. El cuento duró más de 10 minutos. Judith se movía de un lado al otro del salón, pegaba fotos en el libro, cambiaba de voz en cada personaje... parecía no faltarle ni el aire ni la energía. 

Aunque poseía un amplio repertorio de batalla, su fábula comodín, que le servía frente a niños, jóvenes y ancianos, era Disculpe, ¿es usted una bruja?, de Emily Horn. Su sueño era publicar un libro con cuentos propios, pero necesitaba tiempo: "Como dice Gabriel García Márquez, no se puede escribir todo de una sentada, hay que dejar la pluma en el tintero". O en otras palabras, lo bueno se hace esperar.

                                    

martes, 8 de octubre de 2013

Mi amigo colombiano

Conocí a Steven en la playa de Máncora (Perú). Nos alojábamos los dos en el hostel más barato del pueblo, una cabaña de bambú y madera con cocina para nosotros solos. Él trabajaba en el chiringuito de Víctor, el mismo dueño del albergue. 

Como yo, Steven también estaba viajando por América Latina, pero tenía que ganar algo de dinero para seguir su ruta. Mientras yo me tumbaba al sol, él servía mesas a cuatro manos. Por la noche, lo iba a buscar, preparábamos la cena juntos y salíamos a bailar. Así durante días. A nuestras andanzas se unieron los chilenos, Pablo, Alejandra y Felipe.

Un día decidí colgarme de la mochila otra vez y continuar rumbo al norte. Nos despedimos sin saber si nos encontraríamos de nuevo. Cuando ya hacía más de un mes que vagabundeaba por Ecuador, Steven volvió a aparecer en mi vida. De repente, en Quito, en mi mismo albergue. Nos abrazamos y salimos a bailar, como poco tiempo atrás. Cual imanes, atrajimos a los argentinos Manu y Juan, a Davide, el italiano y a Leandro, el quebecuá. Cinco días de risas y cervezas a menos de un dólar, cerrando todos los bares de Mariscal y algunos afters.

Crucé a Colombia hace cinco días. Me parece estar dentro de un cuento: el sol brilla, se oye música por las calles y la gente es amabilísima. Y me he vuelto a reencontrar con mi amigo por tercera vez. Me alojo en su casa, duermo en la habitación de su hermana y comparto sofá con su padre, su madre y su hermano Miguel Ángel. Viven en San Agustín, un pequeño pueblo de la zona cafetera, famoso por sus tumbas arqueológicas y rodeado de ríos y cascadas. Steven tiene 11 años menos que yo y sólo piensa en menearse a ritmo de cumbia. Podría parecer que no tiene nada que ver conmigo, pero ambos somos mochileros empedernidos, con ganas de conocer mundo y con una fuerte debilidad por los chicos chilenos...





miércoles, 2 de octubre de 2013

Y... volé

No fue un sueño. No andaba con un par de cervezas de más, ni tampoco caí rendida a los encantos de un chico... Cuando digo que volé, es que volé de verdad.

Ayer hice Canopy, una especie de tirolina hecha de cable de acero por la que una se desliza a más de 70 metros de altura. La reserva de Mindo atrae a turistas desde hace 14 años para realizar cual fantasía en realidad.

La primera vez me lancé sentada, el cuerpo hacia atrás y los pies cruzados. El vértigo ante la inmensidad del bosque me daba terror. A pesar de los cables de acero, los hierros ensamblados y la profesionalidad de los chicos, nada me daba confianza. Si no hubiera sido por Armando y Alexandra, me pierdo la experiencia.

El chico chileno y su amiga ecuatoriana estaban de vacaciones por la zona, me recogieron en su taxi cuando yo iba a pie por el camino que llevaba a la genial atracción. Enseguida surgió tan buen rollo, que pasamos todo el día juntos. Ellos me animaron a hacer posturas extrañas en el aire, poses que quitaban el hipo, mientras me grababan des del extremo.

El grito que pegué al caer cuando me tiré boca abajo duró minutos. Parecía superwoman (vídeo aquí), el torso recto como una tabla, agarrada por la espalda y con los brazos abiertos. Veía las copas de los árboles a lo lejos, sentía cerca los pájaros, casi podía rozar las nubes. No tenía nada adelante a lo que agarrarme, sólo estábamos yo, el viento y el bosque.

Luego me tiré boca abajo, con los pies mirando el cielo y las piernas abiertas como una mariposa (vídeo aquí). Notaba las correas en mi cadera, veía un enorme techo azul. Era como estar en un Dragon Khan, pero del revés todo el rato. Supongo que algo parecido debe ser lanzarse de un avión, hacer parapente o jumping. ¡Qué ganas de volver a volar!