jueves, 26 de septiembre de 2013

El arte de Guayasamín

Oswaldo Guayasamín fue el Picasso ecuatoriano, un artista de los pies a la cabeza que viajó, leyó y conoció a muchos personajes contemporáneos, sin olvidar jamás sus raíces. "Soy indígena, ¡carajo!", solía decir. Murió en 1999, con casi 80 años, 7 hijos, 3 esposas y más de 500 obras.

Entrar en su casa, ver su cocina, su armario y, sobre todo, su taller me hizo recordar a mi padre. Un caballete viejo en mitad de la sala, bocetos a lápiz esparcidos por el escritorio, tubos de acrílicos sucios, una paleta con pinturas mezcladas, pinceles en agua, un cenicero gastado y, al fondo, una gran estantería llena de libros. Olía a viejo, humedad y ácido. 

Me sorprendió el cuadro de Paco de Lucía, un rostro fuerte, con rasgos rectos y una mirada negra, profunda. El artista decía que sus retratos debían reflejar el interior y el físico de la persona, su pasado y su futuro. Tardó 40 minutos en pintar al diestro del flamenco y, aunque sobre la tela posee arrugas inexistentes, las pinceladas con espátula realzan su genio inconfundible.

Las obras de Guayasamín muestran el sufrimiento de los niños, niñas, mujeres e indígenas de Latinoamérica. Aparecen en esqueletos, con los ojos saltones y los rostros desencajados por el dolor. Como Picasso, las formas cúbicas crean volúmenes  tridimensionales, llenos de fuerza, gracias a fondos lisos de colores primarios donde el ser humano ocupa el espacio central.

Me conmovió hasta las lágrimas. Siempre estuvo cerca de las víctimas, realizó trabajos en homenaje a los republicanos de las Guerra Civil, los caídos en Vietnam e, incluso, para Víctor Jara, Salvador Allende y Pablo Neruda, sus tres grandes amigos chilenos fallecidos el mismo año. 

Era ateo y, poco antes de fallecer, construyó la Capilla del Hombre, un templo no para Dios sino para las personas de a pie. Ahí se encuentran pinturas dedicadas a todas las víctimas de la violencia y el terror, y también una serie sobre la ternura: la madre abraza a su hijo, creando un espacio de protección como un vientre materno. El amor más incondicional.  


domingo, 22 de septiembre de 2013

Chicas jóvenes y valientes

Comen arroz y patatas a diario. Rara vez prueban la carne, la fruta o el pescado. Aún así cocinan con esmero, cortan fina la cebolla y el pimiento y hierven la sopa el tiempo justo. Cenan cada día lo mismo que almuerzan, pero siempre se sientan alrededor de la mesa con la cuchara en la mano y una hermosa sonrisa.Tal vez sea porque es momento de compartir con el resto, de charlar y poner en común.

Deysi, Vivi y Carmencita parecen hermanas, pero tan sólo llevan unos meses compartiendo techo, vida, risas y penas. Las tres deben limpiar y ordenar su cuarto, hacer el baño y cocinar para conseguir a cambio 30 minutos en Internet. Tienen un cuadrante con las tareas de limpieza colgado en la pared, y cada semana rotan las funciones. Suelen cumplir con sus obligaciones, aunque como toda adolescente, a veces se hacen las remolonas.

Vivi es la que más ha vivido. Se escapó de su casa con apenas 11 años, ha estado con una familia de adopción, luego en la calle, vagabundeando con hippies y artesanos, y hasta se metió en ambientes de mala muerte. Después de todo, quiere seguir estudiando y está entusiasmada con las clases de martillo, un deporte raro que le devuelve la seguridad en sí misma.

Carmen es la más pequeña de la casa, tiene unos 12 años, aunque su madre no recuerda la fecha de su nacimiento. Apenas ha salido de las faldas de su mama, no ha ido a la escuela hasta ahora, su vida transcurría en una pequeña choza de plástico, cuidando de sus hermanos y haciendo hogueras. Poco a poco está conociendo mundo, abriéndose a un futuro mejor.

 Deysi es guapa, coqueta y confía en ella misma. No quiere volver con su madre y, aunque añora a sus hermanos, sueña con una vida nueva: estudiar, trabajar, llegar a ser psicóloga, enamorarse... Vamos, lo que muchas queremos.

A pesar de que ninguna sabe de libros, de política o historia, las tres han vivido mucho más de lo que yo viví a su edad. Espero haber aprendido algo de ellas, al menos ya sé hacer pulseras y cocinar cuando la nevera está vacía. De lo que estoy segura es que me han contagiado ganas, fuerza y valentía para seguir con mi viaje.


jueves, 12 de septiembre de 2013

La Casa de Acogida

Hacía casi un año que mis amigas y yo nos habíamos puesto en contacto con la Fundación Jóvenes para el Futuro de Ecuador. Aida tenía una compañera que había hecho voluntariado ahí y las cuatro nos habíamos leído el libro de Anna Bassanta, El halcón de los Andes, que nos inspiró para nuestro viaje.

Me encontraba cerca de Ambato y quise conocer el proyecto de primera mano. Cuando llegué a la escuelita, Eduardo, el director, salía por la puerta. Las tres chicas que vivían en la Casa de Acogida, Deysi, Vivi y Carmencita preparaban el almuerzo y me invitaron a sentarme con ellas. Sara, una educadora social española recién llegada, me contó cuatro cosillas del centro. Prometí volver al día siguiente con todas mis cosas.

Nada más dejar mi mochila, Eduardo me pidió que acompañara a Deysi a ver a su madre a Latacunga, a una hora en autobús. Deysi venía de una familia de pocos recursos, en la que había mamado la violencia y el abuso, y vivía en la fundación desde hacía cuatro meses. No podíamos dejarla sola porque había peligro que la amenazaran. 

Su mamá vendía papel higiénico en un puente, con su hijo menor colgado a la espalda. Tenía mi misma edad, pero su piel marcada por el sol y sus ojos cargados de tristeza, le hechaban casi 50 años. Se alegró de ver a su hija mayor, la abrazó, le compró unas galletas de maíz y le dijo que se portara bien. El juez había retirado la custodia a los padres, ahora la fundación era su hogar hasta que se valiera por sí misma. Su familia eran Carmencita, Vivi y las voluntarias, y su tutor, Eduardo. 

A parte de estar con las chicas, me comprometí a actualizar los contenidos de la web de la ONG, hacer noticias y subir fotos nuevas. También he organizado un horario de talleres creativos por las tardes. A Deysi le toca el taller de pulseras, con sólo 15 años es una artista con las manos. Y yo tengo que prepararme una coreografía para la clase de Bailoterapia del martes.  

domingo, 8 de septiembre de 2013

La Casa del Árbol

Llegamos a La Casa del Árbol bien temprano. Queríamos disfrutar del amanecer colgadas de las ramas, sobre el banquito azul, mirando las montañas y saboreando mate. La niebla cubría los cerros, la humedad envolvía el ambiente.

Mar y yo habíamos planeado hacer algunas excursiones juntas por estos rincones de la sierra. Nos habíamos reencontrado en la pequeña Baños, después de meses viajando en solitario. Argentina y española compartiendo un pedazito de Ecuador.

El vigía del volcán Tungurahua (5.200 m) construyó hace 7 años la romántica casita en la copa de un árbol y le añadió un columpio frente al enorme precipicio. Carlos vivía solo y se alegraba de conversar en compañía. Nos invitó a un café caliente y nos contó sus historias llenas de vida y humor. Las vacas nos miraban fijamente, parecía tenernos envidia.

Y entonces me subí al columpio: cogí carrerrilla, me tumbé y mis pies dejaron de tocar el suelo. Miedo y vértigo, al principio. El tubo que aguantaba el peso no me daba mucha confianza. Pero luego, me dejé llevar. El aire me mojaba la cara. Me fundí con mis recuerdos de niñez, travesé las nubes con mis dedos y abracé las montañas ...


miércoles, 4 de septiembre de 2013

Ida y vuelta

Llegué a Riobamba con la intención  de ver montaña, verde y paisajes exóticos. Y es que esta ciudad, conocida como "la sultana de los Andes", es el punto de partida para subir al Chimborazo, el pico más alto de Ecuador (6310 m).

Lo que no esperaba era vivir tanta adrenalina. Esta inyección de energía positiva por las venas te engancha, te hace reír y te devuelve la curiosidad. Unos saltan de un avión, los hay que escalan rocas de vértigo, otros vuelan en parapente... Yo me lancé montaña abajo en una mountain bike, a todo lo que daba la bici.

Me apunté a un tour junto a dos catalanes, en Pep i la Sílvia, para subir hasta el segundo refugio del volcán (a 5.000 m) y luego bajar 45 km sobre dos ruedas. Nos tiramos con una sonrisa entre nerviosa y miedosa sobre caminos de ripio, zigzagueando senderos de gravilla, buscando el hueco donde meter la rueda. Las manos estaban tensionadas y pegadas al manillar, los pedruscos se te clavaban en todo el cuerpo como agujas.

Me sentí niña otra vez. Recordé cuando mi familia me llamaba 'la suicida' al tirarme sin frenos con un trineo en los Pirineos. Me acordé también de mis antiguos compañeros de Solo Bici, que se la jugaban serpenteando árboles y rocas por entre montes. La vida no deja de sorprenderme. Cuando ya pensaba que Latinoamérica no me iba a impactar más, otro regalo se cruza en mi viaje.

He decidido seguir descubriendo este subcontinente con mi mochila. No quiero abandonar este sueño todavía. Ecuador, Colombia y Panamá me esperan... Y luego quiero regresar a casa, abrazar a mi familia y charlar durante horas con mis amigos. Una vez un compañero de curro me dijo: "Mi casa es donde están los míos". Tenía razón. Por más que viaje y encuentre a personas estupendas, mi hogar es como un cojín cálido, tierno y suave donde una se siente querida.

El trabajo para mi nunca ha sido una prioridad, y no lo va a empezar a ser ahora. Dejé un puesto de funcionaria en la Generalitat para aventurarme en Euskadi y me arriesgué a viajar un año sin billete de vuelta. Seguiremos buscándonos la vida como hasta ahora, luchando por ser mileurista, sacándonos las castañas del fuego, desafiando a la mala suerte. Todo lo aprendido suma, las experiencias se cargan en la espalda y en el alma, una es la misma pero más ella que nunca.