domingo, 24 de noviembre de 2013

El miedo

Hay miedos concretos, miedos paranoicos, profundos, oníricos, irracionales, que te paralizan. Odio el miedo. Siempre que temo algo, intento hacerle frente, superarlo sacando fuerzas de debajo de las piedras. Sin embargo, hay veces que no todo depende de una misma. Pueden influir factores externos, como un mal lugar, una desagradable compañía, la mala salud o la falta de suerte.

Me encontraba en Turbo, un puerto sucio y maloliente cerca de la frontera con Panamá. Había escuchado historias terroríficas: que no vayas sola por ahí, que te van a robar, que por ahí pasan mucha mercancía hacia la aduana. Pero lo cierto es que no se puede cruzar a Panamá por tierra, la región de Darién está controlada por las FARC; y de las otras dos alternativas, avión o velero, la segunda es más barata.

Pensaba llegar a Turbo, comprar el billete de la lancha y pasar una noche en un hostal del centro. Pero los planes no siempre resultan. A las pocas horas de estar ahí, empecé a temblar, todo el cuerpo me pesaba, las manos y las piernas no me respondían, los huesos me dolían, los párpados se me cerraban. Me metí en la habitación, un cuarto destartalado con aseo y cama dura. No sé cuantas horas dormí, no sé si deliré, si lloré. Tuve mil pesadillas. 

Soñé que sufría dengue o malaria, que no podía viajar hasta Panamá, ni regresar a casa. Soñé que mi familia se enteraba de mi desaparición semanas más tarde y se preocupaba. Alguien picó a la puerta, el dueño del hostal, preocupado por mí, me traía limonada caliente con miel, ibuprofenos y se ofreció a acompañarme al hospital. Cogí la bebida y las medicinas y volví a la cama. Otras mil historias terroríficas me martirizaron durante horas.

Al día siguiente reuní fuerzas para ir al puerto y posponer mi viaje en bote y llamé al seguro para que me visitara un médico. No había doctores disponibles, era sábado. Volví a la cama. Estaba muerta de miedo: la fiebre no bajaba y me veía en ese antro de por vida.

Pero lo malo siempre es temporal, y al tercer día volví a vivir. La fiebre había desaparecido, tenía un poco de hambre (buen síntoma) y me sentía digna para viajar. Al final de todo, Turbo no resultó tan peligroso, era feo y sucio, pero había buena gente. Tampoco yo surfía una grave enfermedad, sino un resfriado pasajero. Y es que nuestra mente exagera demasiado y a veces crea monstruos donde no los hay. 





viernes, 15 de noviembre de 2013

La buena suerte en Tayrona

El 12 de noviembre era el cumpleaños de Oihane. Mi sobrina pequeña hacía un año de vida. Recuerdo la madrugada que nació. Mi cuñado me llamó de madrugada: "Prepara una mochila, tú te quedas con Ainhoa. Tu hermana y yo nos vamos a la clínica". La vi al día siguiente, abrazada a la teta y me fascinó su carita redonda y sonriente. No tuve tiempo de conocerla, me marché enseguida de viaje.

Era su día y la echaba de menos. ¿Cómo se puede añorar a alguien con quien apenas se ha tratado? Me encontraba en el Parque Tayrona, una reserva natural de Colombia, mitad jungla mitad caribe. Andaba algo de capa caída pero por suerte conocí a Karina y Maxi, una pareja italo-argentina, que compartió conmigo pateadas y otros secretos por los caminos.

Ese día les comenté que estaba preocupada por la comida, que sólo tenía dos latas de guisantes y no podía gastar mucho. Les confesé también que extrañaba a mis tres amigas de viaje, que me gustaría reecontrarme con ellas. Una hora más tarde, un señor me dió una bolsa con plátanos, tomates y atún, él se iba y no quería que se echaran a perder. Y al poco, en Playa Piscina, vi a lo lejos la camiseta morada de Antígonas, era Aida. Y a su lado, Vane y Almu. Corrí a abrazarlas. 

Se me trababa la lengua de los nervios, no sabíamos por dónde empezar a contar las anécdotas de estos últimos 5 meses. Hablamos y hablamos, cerveceando, como de costumbre, parecía que nunca me hubiera separado de ellas. Y nos cogió la noche. En la oscuridad del bosque no supe cómo volver a mi camping, así que me metí en su tienda, con la arena y la sal aún en el cuerpo.

Por Tayrona, las 4 correteamos por orillas y senderos, rodeadas de palmeras, flores y hormigas. Descalzas cual indígenas, integradas en el medio. Al tercer día nos despedimos otra vez. Yo quería venir a Taganga y bucear, ellas preferían tirar para Cartagena. No sé si las veré de nuevo en este último mes. Sino es en América Latina, las veré en casa.







sábado, 9 de noviembre de 2013

La Guajira, entre desierto y oasis

María se levanta a las 5 cada mañana, cuando apenas asoma el sol. Prende la hoguera y coloca el agua para el café. Luego se sienta a que el pescador pase por su casa a dejar el desayuno. Hoy reza para que el chico haya tenido suerte con la red, dice que como es época de lluvia los peces se meten mar adentro. 

Tiene 63 años, ha sacado adelante 7 hijos (sufrió la pérdida de otros tres) y a un marido medio borrachín y es la encargada de la cocina, el agua y otros quehaceres del ranchito. "Aquí nunca falta de comer, siempre hay pescado, pero a veces sólo comemos una vez al día. Esto es tranquilo y seguro, pero yo quiero que mis hijos estudien para que su vida sea mejor que la mía", confiesa la dueña de la casa. Pertenecen a los Wayúus, la tribu de La Guajira que habla su propia lengua y se alimenta del mar, del desierto y del carbón. Ésta fue la única zona de Colombia que los españoles no pudieron colonizar, quedó intacta, tal como es, conservando sus costumbres durante siglos. 

Desde hace dos días duermo en la cabañita de María, en el Cabo de la Vela. Esto está, literalmente, en el quinto pino: no hay agua corriente, sólo lo que deja la lluvia, y no llega luz ni transporte público. Habitan poco más de 1000 personas, apenas hay dos tiendecillas y los restaurantes funcionan a pedido y según la pesca del día. Un jeep carga y descarga a diario pasajeros y mercancía en Uribia, la ciudad más cercana, a dos horas y media. Los vecinos piden encargos al chófer, desde prensa, hasta cigarrillos, arroz o medicinas. Cuando trae panecillos, el boca a boca corre como la pólvora por la calle y enseguida se lían unas colas tremendas.

No hay mucho que hacer por aquí, a parte de dar largos paseos por la orilla, conversar con las artesanas que tejen bolsos y contemplar el atardecer. A veces me tumbo en una hamaca o en un chincharro, otras me empano mirando el horizonte. El sol se va a las 6h de la tarde y la poca luz eléctrica se alarga hasta las 21h. Luego, poco a poco, las charlas se van apagando, como las velas en los porches. 






lunes, 4 de noviembre de 2013

Los días tontos

Después de casi un año de viaje, una se siente casi una mochilera experta. Sabe dónde comer por 2€, regatear hasta el límite y moverse entre los vecinos. Se tiene un radar que distingue en seguida entre el turista con pasta, el gringo que lleva meses por Sudamérica y no sabe decir más que "buen día, una servesa" y los que apenas empiezan su aventura

Las conversaciones suelen repetirse más que el ajo, a veces me parece estar en un dejavú infinito como en El día de la marmota. "¿Viajas sola? ¡Qué valiente!, ¿Qué países has visto?, ¿Cuál es el que más te ha gustado?". Suelto las respuestas de forma automática, casi sin pensar, a veces añadiendo algún chascarrillo original. Al acabar mi retahíla, doy mi email y mi facebook, sabiendo de ante mano que nunca más volveré a ver a mi nuevo contacto.

Muchas veces prefiero no hablar. Tomo aire, paseo y miro al cielo, como hoy. Quizás sea uno de esos días tontos, en los que una sólo compra un billete de bus, cose un agujero del tejano y espera para ver a su hermana por skype. Pero es casi un regalo apacible, y más después de jornadas repletas de energía y emoción. 

Ayer navegué por el imponente Río Suárez (San Gil, Colombia), tan peligroso como impresionante. Tiene los mejores rápidos de América Latina y acojona sólo con mirarlo desde la orilla. Me subí al bote con miedo y no se me quitó hasta bajar. No había tregua en esas aguas bravas, las olas parecían volcarnos en cada salto, esquivábamos huecos de 4 metros de altura y otros remolinos infernales. Remaba y remaba, hacía fuerza con los pies para no caerme al agua y soltaba algún que otro grito. Y reía sin parar, tal vez por el cangueli o la adrenalina.