jueves, 12 de diciembre de 2013

Hasta siempre Latinoamérica

Almu fue la primera en marcharse. La vimos irse por la puerta del control de seguridad con una sonrisa medio tristona. Se me heló el cuerpo, tal vez por el aire acondicionado del aeropuerto, tal vez fui consciente por primera vez que el regreso era inminente.

Supongo que es hora de hacer balance. ¿Valió la pena el viaje? Por supuesto. ¿Lo volvería a hacer? Sin dudarlo. Aunque me siento la misma tonta que cogió la mochila en enero, me noto más tranquila ante todo. Quizás el ritmo de aquí se me ha metido en el cuerpo, quizás sea por lo vivido estos meses. 

Al principio era una turista de los pies a la cabeza, sin involucrarme demasiado, como quien ve una peli. Poco a poco fui aprendiendo a vivir viajando. A colocar el saco sábana en cualquier hueco, a comer papas a diario, a conversar con los vecinos, a esperar durante horas el autobús, a regatear por los precios. Una nueva cocina era una fiesta para el estómago y para el alma: comprar alimentos, cocinarlos y compartirlos con cerveza junto a otros viajeros. Un encuentro con alguien se convertía en algo casi mágico, en intercambiar y aprender. 

Cada país de Latinoamérica tiene su identidad, pero todos comparten algo. Los Andes son la columna vertebral de toda Sudamérica, atraviesan desde Colombia hasta la punta más austral de Argentina. Y sus gentes comparten no sólo tierra, sino historia, bailes, aguayo en sus prendas, plátanos y frijoles en sus platos, luchas por su independencia...  Están unidos a su tierra, aman y cuidan a la Pacha Mama.

 Han sido 12 meses, sin 12 causas. 12 meses porque sí. Un total de 342 días, con sus horas y minutos. Hemos visitado 10 países, recorrido más de 10.000 km. No fue la ruta del Che, pero conocimos Sudamérica de cabo a rabo. Viajamos siempre por carretera, en más de 100 autobuses, kilómetros de historias, un montón de sellos en el pasaporte. Dormimos en más de 300 camas y 70 hostels diferentes. Mi Facebook tiene 100 contactos nuevos y mi Dropbox 21 cuentos de mujeres que pusieron su voz a mi historia y que dieron un hilo conductor a esta aventura. 

Cifras y cifras que se acumulan y que ahora me sorprenden. 2013 ha sido un año maravilloso, con sus momentos chungos y sus alegrías, pero que no hubiera existido sin Aida, Vane y Almu. Sin ellas jamás hubiera dado el salto ni hubiera cruzado el charco. 

América Latina es un subcontiente grandioso, heterogéneo, desbordante y palpitante. Historia, arte, cultura y vida corren por sus venas. Y a pesar de que España cometió atrocidades en estas tierras, sus gentes son cálidas y cariñosas con cualquier el extrangero/a. Ahora es Estados Unidos quien les roba y les humilla. Sólo espero que resistan, que perdonen pero que no olviden.








lunes, 2 de diciembre de 2013

Panamá, territorio gringo

Se paga en dólares, hay banderitas en azul, rojo y blanco en todos los balcones y se oye spanglish por las calles. Panamá es ya parte de Estados Unidos, un pequeño territorio libre de impuestos, en el que sus habitantes viven al más puro estilo yankee. Mucho centro comercial, mucha hamburguesa, mucha basura.

Crucé la frontera después de un viaje en lancha, uno en avioneta y otro en autobús. Y me fui directa a Bocas de Toro. Algunos dicen que esta zona tiene las mejores playas del país: aguas turquesas, cocos y palmeritas, pero apenas hay arena para colocar la toalla. Lo que fue una laguna de islas de pescadores se ha convertido en un negocio caribeño para que los guiris se tuesten al sol y beban cerveza. A pesar de la lluvia cansina de los primeros días, pude zambullirme en las playas de Red Frog y de las Estrellas, donde bucear es como estar en un mundo azul. 

Y me reencontré de nuevo con Almu, Vane y Aida. Ellas se alojaban en la avenida principal, así que cada mañana las pasaba a buscar para hacer alguna excursión. No recordaba lo bien que se pasa en su compañía. Añoraba reírme con ellas, relajarme durante horas y recordar anécdotas del viaje. Sin prisas, sin agobios, días de tumbarnos al solete. 

Ya no me preocupo por el presupuesto diario, son como vacaciones dentro de las vacaciones. No hay más planes más allá de esta semana, y es que el regreso a casa está a la vuelta de la esquina. Tristeza, nervios, ganas... Empieza la cuenta atrás...




domingo, 24 de noviembre de 2013

El miedo

Hay miedos concretos, miedos paranoicos, profundos, oníricos, irracionales, que te paralizan. Odio el miedo. Siempre que temo algo, intento hacerle frente, superarlo sacando fuerzas de debajo de las piedras. Sin embargo, hay veces que no todo depende de una misma. Pueden influir factores externos, como un mal lugar, una desagradable compañía, la mala salud o la falta de suerte.

Me encontraba en Turbo, un puerto sucio y maloliente cerca de la frontera con Panamá. Había escuchado historias terroríficas: que no vayas sola por ahí, que te van a robar, que por ahí pasan mucha mercancía hacia la aduana. Pero lo cierto es que no se puede cruzar a Panamá por tierra, la región de Darién está controlada por las FARC; y de las otras dos alternativas, avión o velero, la segunda es más barata.

Pensaba llegar a Turbo, comprar el billete de la lancha y pasar una noche en un hostal del centro. Pero los planes no siempre resultan. A las pocas horas de estar ahí, empecé a temblar, todo el cuerpo me pesaba, las manos y las piernas no me respondían, los huesos me dolían, los párpados se me cerraban. Me metí en la habitación, un cuarto destartalado con aseo y cama dura. No sé cuantas horas dormí, no sé si deliré, si lloré. Tuve mil pesadillas. 

Soñé que sufría dengue o malaria, que no podía viajar hasta Panamá, ni regresar a casa. Soñé que mi familia se enteraba de mi desaparición semanas más tarde y se preocupaba. Alguien picó a la puerta, el dueño del hostal, preocupado por mí, me traía limonada caliente con miel, ibuprofenos y se ofreció a acompañarme al hospital. Cogí la bebida y las medicinas y volví a la cama. Otras mil historias terroríficas me martirizaron durante horas.

Al día siguiente reuní fuerzas para ir al puerto y posponer mi viaje en bote y llamé al seguro para que me visitara un médico. No había doctores disponibles, era sábado. Volví a la cama. Estaba muerta de miedo: la fiebre no bajaba y me veía en ese antro de por vida.

Pero lo malo siempre es temporal, y al tercer día volví a vivir. La fiebre había desaparecido, tenía un poco de hambre (buen síntoma) y me sentía digna para viajar. Al final de todo, Turbo no resultó tan peligroso, era feo y sucio, pero había buena gente. Tampoco yo surfía una grave enfermedad, sino un resfriado pasajero. Y es que nuestra mente exagera demasiado y a veces crea monstruos donde no los hay. 





viernes, 15 de noviembre de 2013

La buena suerte en Tayrona

El 12 de noviembre era el cumpleaños de Oihane. Mi sobrina pequeña hacía un año de vida. Recuerdo la madrugada que nació. Mi cuñado me llamó de madrugada: "Prepara una mochila, tú te quedas con Ainhoa. Tu hermana y yo nos vamos a la clínica". La vi al día siguiente, abrazada a la teta y me fascinó su carita redonda y sonriente. No tuve tiempo de conocerla, me marché enseguida de viaje.

Era su día y la echaba de menos. ¿Cómo se puede añorar a alguien con quien apenas se ha tratado? Me encontraba en el Parque Tayrona, una reserva natural de Colombia, mitad jungla mitad caribe. Andaba algo de capa caída pero por suerte conocí a Karina y Maxi, una pareja italo-argentina, que compartió conmigo pateadas y otros secretos por los caminos.

Ese día les comenté que estaba preocupada por la comida, que sólo tenía dos latas de guisantes y no podía gastar mucho. Les confesé también que extrañaba a mis tres amigas de viaje, que me gustaría reecontrarme con ellas. Una hora más tarde, un señor me dió una bolsa con plátanos, tomates y atún, él se iba y no quería que se echaran a perder. Y al poco, en Playa Piscina, vi a lo lejos la camiseta morada de Antígonas, era Aida. Y a su lado, Vane y Almu. Corrí a abrazarlas. 

Se me trababa la lengua de los nervios, no sabíamos por dónde empezar a contar las anécdotas de estos últimos 5 meses. Hablamos y hablamos, cerveceando, como de costumbre, parecía que nunca me hubiera separado de ellas. Y nos cogió la noche. En la oscuridad del bosque no supe cómo volver a mi camping, así que me metí en su tienda, con la arena y la sal aún en el cuerpo.

Por Tayrona, las 4 correteamos por orillas y senderos, rodeadas de palmeras, flores y hormigas. Descalzas cual indígenas, integradas en el medio. Al tercer día nos despedimos otra vez. Yo quería venir a Taganga y bucear, ellas preferían tirar para Cartagena. No sé si las veré de nuevo en este último mes. Sino es en América Latina, las veré en casa.







sábado, 9 de noviembre de 2013

La Guajira, entre desierto y oasis

María se levanta a las 5 cada mañana, cuando apenas asoma el sol. Prende la hoguera y coloca el agua para el café. Luego se sienta a que el pescador pase por su casa a dejar el desayuno. Hoy reza para que el chico haya tenido suerte con la red, dice que como es época de lluvia los peces se meten mar adentro. 

Tiene 63 años, ha sacado adelante 7 hijos (sufrió la pérdida de otros tres) y a un marido medio borrachín y es la encargada de la cocina, el agua y otros quehaceres del ranchito. "Aquí nunca falta de comer, siempre hay pescado, pero a veces sólo comemos una vez al día. Esto es tranquilo y seguro, pero yo quiero que mis hijos estudien para que su vida sea mejor que la mía", confiesa la dueña de la casa. Pertenecen a los Wayúus, la tribu de La Guajira que habla su propia lengua y se alimenta del mar, del desierto y del carbón. Ésta fue la única zona de Colombia que los españoles no pudieron colonizar, quedó intacta, tal como es, conservando sus costumbres durante siglos. 

Desde hace dos días duermo en la cabañita de María, en el Cabo de la Vela. Esto está, literalmente, en el quinto pino: no hay agua corriente, sólo lo que deja la lluvia, y no llega luz ni transporte público. Habitan poco más de 1000 personas, apenas hay dos tiendecillas y los restaurantes funcionan a pedido y según la pesca del día. Un jeep carga y descarga a diario pasajeros y mercancía en Uribia, la ciudad más cercana, a dos horas y media. Los vecinos piden encargos al chófer, desde prensa, hasta cigarrillos, arroz o medicinas. Cuando trae panecillos, el boca a boca corre como la pólvora por la calle y enseguida se lían unas colas tremendas.

No hay mucho que hacer por aquí, a parte de dar largos paseos por la orilla, conversar con las artesanas que tejen bolsos y contemplar el atardecer. A veces me tumbo en una hamaca o en un chincharro, otras me empano mirando el horizonte. El sol se va a las 6h de la tarde y la poca luz eléctrica se alarga hasta las 21h. Luego, poco a poco, las charlas se van apagando, como las velas en los porches. 






lunes, 4 de noviembre de 2013

Los días tontos

Después de casi un año de viaje, una se siente casi una mochilera experta. Sabe dónde comer por 2€, regatear hasta el límite y moverse entre los vecinos. Se tiene un radar que distingue en seguida entre el turista con pasta, el gringo que lleva meses por Sudamérica y no sabe decir más que "buen día, una servesa" y los que apenas empiezan su aventura

Las conversaciones suelen repetirse más que el ajo, a veces me parece estar en un dejavú infinito como en El día de la marmota. "¿Viajas sola? ¡Qué valiente!, ¿Qué países has visto?, ¿Cuál es el que más te ha gustado?". Suelto las respuestas de forma automática, casi sin pensar, a veces añadiendo algún chascarrillo original. Al acabar mi retahíla, doy mi email y mi facebook, sabiendo de ante mano que nunca más volveré a ver a mi nuevo contacto.

Muchas veces prefiero no hablar. Tomo aire, paseo y miro al cielo, como hoy. Quizás sea uno de esos días tontos, en los que una sólo compra un billete de bus, cose un agujero del tejano y espera para ver a su hermana por skype. Pero es casi un regalo apacible, y más después de jornadas repletas de energía y emoción. 

Ayer navegué por el imponente Río Suárez (San Gil, Colombia), tan peligroso como impresionante. Tiene los mejores rápidos de América Latina y acojona sólo con mirarlo desde la orilla. Me subí al bote con miedo y no se me quitó hasta bajar. No había tregua en esas aguas bravas, las olas parecían volcarnos en cada salto, esquivábamos huecos de 4 metros de altura y otros remolinos infernales. Remaba y remaba, hacía fuerza con los pies para no caerme al agua y soltaba algún que otro grito. Y reía sin parar, tal vez por el cangueli o la adrenalina.

 

miércoles, 30 de octubre de 2013

Cuentos de Medellín

Encontré a Patricia Casas en Vivapalabra, una casa y escuela de cuenteros de Medellín con 15 años de antigüedad. Ella se definía como ama de casa y provenía de la región bananera de Urabá. La violencia extrema de su tierra le hizo abandonar su hogar e ir a la ciudad en busca de una nueva vida. "Soy desplazadaTeníamos negocios, nos quemaron dos carros. Me dijeron o te vas en 24 horas o te vas", recuerda Patricia con los ojos brillantes.

Una vez aterrizó en la urbe, el miedo no desapareció de su cuerpo: "No soportaba los ruidos ni los gritos, pensaba que me perseguían por las calles". Era tal su delirio persecutorio, que un psicólogo le aconsejó que escribiera todo lo que había vivido, como una especie de catarsis. "Me parecía tan fuerte escribir sobre muerte que lo disfracé y, de ahí, salió un cuento". El enemigo común quedó finalista en el festival Vení y contá, y su director, J. Villalta, le animó para que siguiera en el mundo de los cuentos. 

De eso ya hacía más de 14 años. Patricia se ha dedicado a estudiar las técnicas corporales, escénicas, literarias y vocales durante 5 cursos en la Escuela de Cuentería y Oralidad. "Te enseñan a contar de la manera más natural posible, como lo hacían nuestros abuelos: alzando la voz, dejando silencios, agachándose...como si el teatro fuera el salón de casa". 

Así fue como, en la cocina de Vivapalabra, Patricia entonó El carretero, una divertida fábula de Nicolás Buenavuentura sobre las destrezas de una esposa infiel. Cual cuentera profesional volvió a ganarse una gran ovación, la mía. 

Su próxima andadura es su graduación como cuentacuentos titulada. Patricia tiene pensado sorprender al tribunal con su carta más fuerte, la Bertica, una abuela inventada por ella, que se peina con la ralla en medio, se viste de misa y tiene licencia para contar los chistes más morbosos.