lunes, 29 de abril de 2013

El pueblo de Santiago

Desde lo alto del cerro de San Cristóbal, de 860 metros, se podría ver toda la panorámica de Santiago, si no fuera por la neblina grisácea, mitad nube mitad contaminación, que envuelve la ciudad. Tras los rascacielos se intuyen las sombras de unas montañas, son el principio de los Andes. 

En la capital viven cerca de 7 millones de chilenos, casi la mitad de la población (unos 17). De lunes a viernes todos andan estresados, de traje y corbata, carpeta o maletín en mano, y han de soportar el tráfico infernal, los empujones en los semáforos e ir apretujados como sardinas en el metro. En las horas puntas, a las 8h de la mañana y a las 18h, cuando el billete cuesta más, incluso hay personas que se dedican a empujar a los pasajeros hacia el interior de los convoyes. 

Pero al salir de la pega (curro) o de la universidad, la ciudad se llena de vida: multitud de jóvenes toman cerveza o pisco en la calle Pio Nono, por el barrio Bellavista, Lastarria o en la Plaza Brasil. Y es que, a pesar de ser una megaurbe, tiene zonas acogedoras con mucho encanto. Las aceras están limpias, en los parques siempre hay gente tumbada, otros que bailan o patinan, la oferta cultural es amplia y variada y a menudo se ven ciclistas por  el asfalto. Los santiaguinos tienen conciencia del medio ambiente, tanto como de su historia y de su origen.

Hay museos increíbles que hay que conocer, como el de Historia Nacional, que hace un recorrido en el tiempo desde la conquista de los españoles hasta la caída de Pinochet, y el imprescindible Museo de la Memoria. Ayer estuve más de 4 horas en ese edificio moderno y atractivo, que recoge de forma clara, precisa y sin tapujos, todo lo ocurrido desde que Salvador Allende se suicidó en el Palacio de la Moneda hasta la victoria del 'NO' en el plebiscito.

Los más de 28.000 desaparecidos son recordados, uno a uno, con nombres y apellidos, fotos, cartas, objetos personales y a través de la voz de los supervivientes de la represión. Testimonios que estremecen, te ponen los pelos de punta y te hacen llorar. 

Un archivo en pro de los Derechos Humanos como éste es necesario por las víctimas y sus familiares, porque la vida de muchos no fue en vano y porque algo tan atroz no ha de volver a repetirse. Ya son muchos los países que, mediante Comisiones de la Verdad, han hecho un ejercicio de Memoria Histórica. Espero que algún día en España se pueda rendir homenaje a los cerca de 200.000 muertos por el franquismo. Porque sólo hay justicia cuando se cuenta la verdad. 



domingo, 28 de abril de 2013

Cuentos de Santiago

Casi un mes más tarde de lo previsto, Eva Passig me citó a las 14h del viernes en la Biblioteca de Santiago. Ella trabaja como asistente de sala en el área infantil desde hace 7 años, aunque se define como actriz y cuentera, y hace más de 20 años que trabaja con niños. 

A través de sus empleo en una editorial de revistas infantiles empezó a tomar contacto con colegios exclusivos. "Hacía 8 funciones de cuentos al día, unas 40 a la semana. Aprendí mucho y encontré ese rol social que más me gustaba". Aunque quizás aquel público pijo y adinerado no era lo que más le gustaba, Eva reconoce que "el cuento no discrimina a nadie".

De la editorial llegó a contar cuentos en la biblioteca pública, recién inaugurada, más abierta, más social. "Cultura para todos, es como un gran mall cultural", asegura la cuentacuentos. 

En su primera sesión como narradora hizo diferentes pases. Me contó que una niña llamada Darinca y sus tres hermanos asistieron a todas las representaciones. "Esos niños bebían sólo agua, no habían almorzado nada, sólo pan porque no salieron de la biblioteca. Ahí me di cuenta de que aquel sitio iba a ser muy especial para mi", confiesa Eva. Resultó que aquellos niños eran los hijos de la cartera y que, después de tiempo, Eva los ha visto crecer. "Darinca ya es adoolescente, la mejor estudiante del liceo, y sigue acompañando a sus hermanos menores a los cuentos".

Cuando se coloca enfrente de los chavales, Eva se transforma en el hada Leo Leo: alta, con su gorro de maga y les invita a soñar. Son muchos los proyectos que lleva a cabo desde la biblioteca, desde visitas guiadas, encuentros con escritores, hasta cuentos para niños hospitalizados, historias para familias o cuentos en cárceles.

"Leo Leo ha volado a hartos lugares con su caja viajera". Eva me guió hasta el segundo piso, a una habitación con dibujos de Andersen en las paredes y un pequeño teatrillo para títeres. 

Me explicó La pelea entre el Sol y la Luna, una antigua leyenda de los indígenas onas de la Tierra del Fuego, en donde las mujeres dirigían a los hombres. Me gustó el cambio de roles de los personajes, "cuentos de género" -me dijo-"las niñas ahora son piratas, la sirenita agarra su mochila para viajar, las princesas no esperan ser rescatadas, sino que salen en busca de aventuras".


sábado, 27 de abril de 2013

Santiago popular

Al salir del metro del Patronato me metí sin querer por entre calles de comerciantes. Buscaba papel de liar y acabé comprando la tradicional cajita roja de Smoking en un almacén de conservas. Seguí andando hacia el mercado de La Vega, un auténtico festival de negocios populares a precios de ganga. 

Quesos mantecosos, frescos, artesanales, paltas (aguacates) por 1000 pesos el kilo, zapallos, duraznos, frutos secos para parar un tren, plásticos, ropa, incluso candados y mandos de la tele. Tiendas por el suelo, otras improvisadas en carritos de la compra, sobre sillas, en barras. Se oía jaleo de voces, los vendedores competían a ver quién gritaba más. Algunos hombres me perseguían con la mirada, mientras las mujeres cómplices me sonreían. 

Justo al lado estaba otro mercado, el de Tirso de Molina, más silencioso y ordenado, con oferta similar pero en menor cantidad. En el segundo piso del edificio decenas de camareros me invitaban a probar su almuerzo. Me acerqué al local de Luicha, una mujer con gafas y arrugas marcadas, a la que acabé contando todo mi viaje: desde el inicio con mis amigas, hasta mi estancia en Chiloé. Me dijo que me esperaría con un plato de reineta (pescado blanco parecido al lenguado) en la mesa y me despidió con un beso en la mejilla. 

Seguí mi recorrido por el mercado Municipal repleto de pescaderías. Se vendía únicamente pesca de Chile, enormes piezas frescas por menos de 5 € el kilo. Los restaurantes aquí ofrecían una carta plagada de marisco, erizo y merluza acabada de pescar... con una pinta que alimentaba, pero cara. Demasiada tentación, salí en busca de una copa de vino. En la esquina estaba la Piojera, un bar estrambótico de mesas pegajosas y frescos en las paredes, donde paisanos y turistas charlaban con un vaso de chica, vino o terremoto (vino blanco, helado de piña y fernet) en la mano. 

Por la tarde, Esteban me pasó a buscar por el hostel. Aida, Vane y Almu lo habían conocido en su visita por la capital y me aconsejaron que contactara con él. Me llevó a la fiesta de la Vendimia de su universidad. Degustamos vinos de cepas diferentes, empezamos por un Syrah, nos pasamos al Carmenere, luego al Cabernet, otra vez al Carmenere... A partir de la segunda copa todos nos parecían igual de buenos. Hoy tengo un dolor de cabeza monumental, y por si fuera poco, tengo una entrevista con una cuentacuentos. Como decía mi padre: Noches alegres, mañanas tristes. 


miércoles, 24 de abril de 2013

Sola en la Araucanía

Pucón me ha regalado largos paseos por la arena negra, atardeceres anaranjados con vistas al volcán de Villarrica y cientos de piñones de la araucaria. No había horarios ni prisas, tan sólo el simple disfrute del entorno y de la soledad.

Me alojé en el ¡École!, un hostel coqueto con un restaurante vegetariano que ofrecía desayunos riquísimos a base de aguacate, pan de centeno y queso artesano. Iván, el chico de recepción, me recomendó coger un bus al día siguiente hasta Las Termas Los Pozones. Se trata de unas bañeras naturales al aire libre, junto al río Liucura, fabricadas con rocas rústicas. 

Me zambullí en los 7 pozones, el agua cambiaba de temperatura, de entre los 30ºC a los 42ºC. No había nadie en el parque, sólo se oía el rumor del río y algunos insectos. Hacía sol, el cielo era celeste y a mi alrededor sólo se veían altas montañas verdes. Un ratito en remojo, otro tumbada, otra vez al agua... El tiempo se esfumó como por arte de magia. 

Al día siguiente decidí acercarme a Curarrehue, el último pueblo fronterizo chileno, famoso por su población mapuche. Me colé entre un grupo de estudiantes para visitar el Museo, y entonces apareció Vale. Nos habíamos despedido en Chiloé hacía 10 días y ahora nos volvíamos a reencontrar con nuevas aventuras para contarnos y otros sueños en mente. 

Ella había estado viviendo en ese pueblecito unas semanas y pensaba quedarse dos meses más en casa de Doña Elisa, la pastelera. Me presentó a las paisanas de los puestos de hortalizas, compré un kilo de piñones por menos de 1€ y me regalaron merkel, luego caminamos por un sendero y me llevó al local de Anita Epulef a probar auténtica comida mapuche: sopaipillas, pebre, ají, zumo de manzana con zanahoria y un plato de choclo con orzo. El último café lo tomamos en el patio trasero de la pastelería, junto a la cabaña donde Vale dormiría.

Después de casi 4 meses fuera de casa, me siento otro viajera. En primer lugar, ya no me inquieta no poder ver todos los museos o cosas que te aconseja la Lonely Planet, no me preocupa matar las horas mirando el horizonte, ni perder una mañana leyendo. Sigue obsesionándome, eso sí, mi presupuesto diario. Y es que Chile es muy caro... aunque vale la pena.

El segundo cambio que me noto es que antes siempre andaba con gente: los primeros meses con Vane, Aida y Almu, luego rodeada de mochileros en el hostel de Ancud, sin embargo, ahora paso muchos momentos sin intercambiar palabra con nadie. Y me gusta. Otros viajeros se me acercan en la cocina o el salón para conversar, pero no siempre me apetece. ¿Me estaré volviendo individualista o ermitaña?

domingo, 21 de abril de 2013

¡A mochilear!

Hoy me despedí de la Isla Mágica de Chiloé. Abandoné mi vida cotidiana y apacible en Ancud por seguir descubriendo América Latina. Cuesta decidirse, y más cuando, te sientes feliz, rodeada de amor y compañerismo. Pero la vida es movimiento, es ponerse nuevos retos y no detenerse.

Ayer mientras escuchaba música en el bus, Calle 13 le puso palabras a mis pensamientos: La renta, el sueldo, el trabajo en la oficina los cambié por las estrellas y por huertos de harina. Me escapé de la rutina para pilotarme mi viaje porque el cubo donde vivía se convirtió en paisaje. Dije adiós a una vida en España por iniciar una aventura, caminé, exploré y me paré. Ahora tengo que seguir en su búsqueda. 

Lo malo de decir adiós a alguien que quieres es que se te encoje el estómago, el abrazo se hace corto, se dicen promesas que seguramente no se realizarán, y una se va pensando si algún día volverá a vivir algo tan auténtico. Lo bueno de las despedidas es que todo lo vivido es para una misma, nadie te puede arrebatar un recuerdo, parte del corazón ha quedado grabado y parte de una queda ahí. 

Tan sólo me salen agradecimientos para mis amigos de Chiloé. Pancho, Claudio, Nacho, Maca, Pablo, José Manuel, Coni, Richard, Marlene, Roxana, Mili, Eve...gracias por las cenas, las charlas, las risas y los bailes en La Fama. Gracias por saborear e idolatrar cada una de mis recetas, la paella, la crema catalana, la quiche, el guacamole, el brazo de gitano, el hummus y hasta la sufrida y odiosa tortilla de patatas. Sois unos soletes.

Ahora estoy en Pucón, un pueblecito de la Patagonia chilena al pie del volcán Villarica, que sigue ardiendo en sus entrañas, y rodeado de termas naturales donde relajarse entre montes. Será una estancia armoniosa para conectar con la tierra y un alto en el camino antes de ir a la frenética Santiago y cargar pilas para mi reencuentro con Almu, Vane y Aida en Bolívia.

lunes, 15 de abril de 2013

Días más, días menos en Ancud


Ya llevo 23 días en Ancud y aún no sé cuando me marcharé. Decenas de viajeros entran, disfrutan, comparten y continúan su camino, pero yo sigo en el mismo sitio. 

Hoy se fue Vale. Ella ha estado casi dos meses como voluntaria en el 13 Lunas. Durante ese tiempo hemos intercambiado mil ideas en itañolo, unido fuerzas para preparar la comida, salido al portal a fumar, bailado hasta cerrar La Fama, paseado por la costa... Creo que habremos hablado más de 1000 horas en todos estos días. Vivir en el hostel es sentir un poco el síndrome del Gran Hermano: estás muchas horas con los mismos, coges confianza en poco tiempo y todo se vive de manera muy intensa.

Mi rutina empieza cada mañana con uno o dos cafés con leche, pan tostado con queso y mantequilla y manjar (dulce de leche). Luego sigue la ducha, ordenar la mochila y mirar mis emails, a veces escribo en la Moleskine, otras simplemente me pongo a charlar con un turista en la mesa de la cocina. Después me voy a trabajar al café. Mi compañera Roxana y mi jefa me reciben siempre con una sonrisa en la cara. Enseguida me veo moviéndome entre las mesas, con tazas en las manos y un boli colgado del delantal. 

No son muchos los que consumen, pero están los fieles, que hasta te besan antes de sentarse y están los que navegan con su ordenador, como si la cafetería fuera su oficina y nosotras sus compañeras de trabajo. A veces consigo más dinero con las propinas que con el salario diario. No es mucho, pero al menos he podido comprarme un poncho (hecho de lana de oveja y llama), un móvil (me robaron el mío hace 3 semanas) y he salido un par de veces a comer fuera con Pancho.

El fin de semana pasado fuimos a Castro y Dalcahue, la primera es la localidad más grande de la isla y tiene unas viviendas de colores que quedan enfrente del mar, que se llaman palafitos. La segunda es una villa cuca, conocida por sus puestos artesanales de lana.  Comimos en el puesto nº8 del mercado, en una barra dirigida por tres paisanas que nos sirvieron congrio fresco, empanadas y vino blanco en tazas de café por menos de 8 euros.

Se nos hizo de noche de vuelta al hostel. Cruzamos cientos de caminos de ripio con el Land Rover, botando y vibrando en el asiento, escuchando cumbia sin parar. Me gustan los días sin horarios, vivir todo de cero, colgada de su brazo. 

viernes, 5 de abril de 2013

De cafés, charlas y demás



Ayer fue mi primer día de trabajo. Después de 3 meses viajando y vagabundeando por América Latina, he encontrado un pequeño hogar en Ancud. Vivo en el hostel, comparto techo con viajeros que están de paso y otros que se quedan atrapados por la magia chilota. 

Es gratificante escuchar a unos y a otros, sueños que se cumplen, experiencias que se persiguen, expectativas de un cambio vital con la mochila a cuestas. El turista es alguien que visita un lugar con una fecha límite, el viajero no sabe cuándo marchará ni hacia dónde. La mente está totalmente abierta, tan sólo la intuición y las entrañas te guían.

Antes quizás esta incertidumbre me hubiera causado estrés, miedo o vértigo. No tener un plan, una idea o un rumbo hacia donde dirigirme. Ahora, sin embargo, no hay presiones, ni condicionamientos, no hay nadie que espere algo de mi. Estoy yo y decido yo. Me abruma tanta libertad.

Hace dos días Vale y yo fuimos a tomar un café al Embrujo, un pequeño local que hace esquina. Era un sitio acogedor, todo de madera, rústico y coqueto. Nos sirvió una mujer guapa, de pelo largo y ondulado. Le pregunté por el cartel que había en la ventana: Se busca mesera. Me dijo que volviera al día siguiente para hablar con ella y su socia. 

La entrevista duró menos de 10 minutos. No me preguntaron si tenía experiencia, si sabía hacer un café, sólo querían saber por qué quería trabajar ahí y les preocupaba el poco salario que me podían pagar. Quedamos en que haría cuatro horas al día, de lunes a viernes, que me pagarían al acabar cada jornada y que las propinas serían para mi.

Me gusta servir las mesas. Los paisanos de Ancud se sientan, miran por la ventana, saborean el café, a veces inician una conversación, luego, un silencio, y más tarde, retoman la charla. Es el ritmo pausado de la isla, el aura chilota que a todos nos contagia.


lunes, 1 de abril de 2013

Tierno y familiar Chiloé

Qué rápido pasa el tiempo cuando se está feliz. Llevo ya una semana en Ancud (Isla de Chiloé, Chile) y parece que fue ayer cuando llegué de noche, cargada con la mochila. Mi casa es desde hace días un albergue de madera con decenas de mochileros con quien compartiralmuerzo, asados y risas.

Mientras unos se defienden en la cocina, otros toman pisco en el salón y los otros fuman en la terraza en un ambiente relajado y natural con toques de historias varias de viajes: gente que lleva más de 5 meses fuera de casa, parejas que les queda casi un año para volar, amigos que en su vuelta al mundo coinciden una noche contigo.

Dicen que el Hostel 13 Lunas atrapa. Los que se van, vuelven a los pocos días. Los que están no quieren irse y los que se fueron lo recuerdan, lo añoran y lo recomiendan. Yo no puedo irme aún. No sé cuánto tiempo más estaré, no quiero pensar tanto en el futuro. Supongo que un día me volverá el gusanillo para viajar y, entonces, seguiré mi ruta.

El grupo de las cuatro amigas viajeras se ha deshecho por el momento. Yo me he bajado en esta parada, ellas continúan hacia adelante según el plan previsto. Sabíamos que esto podía pasar, aunque no creía que sucediera así. Me entristece también.

Me siento parte de una familia, la de Pancho, Vale, Cris, Iñigo, Marta, Andrés... Nos acogen a todos con cariño, amabilidad y calidez. Pancho es una persona extraordinaria, amable y gracioso, una persona que merece la pena conocer. Quizás por eso sigo aquí, quizás sea porque el tiempo ha dejado de correr para mi, quizás sea tan sólo felicidad.