miércoles, 27 de marzo de 2013

De Argentina a Chile

Hace dos días que cruzamos a Chile. Atrás dejamos la Patagonia y Argentina y travesamos la frondosa región de los lagos. El Bolsón fue nuestra última parada antes de la aduana: una pequeña villa con casitas de maderas, granjas de quesos y cerveza artesanal y decenas de mochileros haciendo senderismo. 

Estaba rodeado de altas montañas, mitad verde mitad gris roca, con un flequillo nebuloso que las despeinaba. El Hostel Pehuenia fue nuestro albergue número 20 y el mejor hasta ahora: los muebles eran de madera rústica, había café todo el día, tenía un sofá ancho y sus dueños eran más majos que las pesetas. 

La frontera chilena estaba a menos de dos horas en bus, pero los trámites burocráticos se hicieron largos y cansinos. Policías y perros te registraban mochila, ropa y bolsillos. Ni embutidos ni hortalizas, ni siquiera una triste manzana podías llevar contigo. 

Ahora estamos en el archipiélago de Chiloé, la segunda isla más grande de Sudamérica después de Tierra de Fuego. Me llaman la atención las viviendas, humildes y descoloridas, que se mezclan entre un paisaje vivo y llamativo de muchos árboles  plantas y animales. 

Los chilotas trabajan desde hace cientos de años con la madera, su bien más preciado. Construyeron sus capillas con tablas, tablones, vigas de ciprés y alerce. Son una arquitectura austera, fusión de la cultura indígena y europea. Por ello, aunque han sido destruidas y vueltas a montar una y otra vez debido a los terremotos, han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad.

Me gusta la forma de hablar de los chilenos, tienen un acento similar al andaluz pero más cantarín y dulce. Parecen risueños, tranquilos y campechanos, viven al ritmo de las mareas, sin acelerarse ni dormirse...


jueves, 21 de marzo de 2013

Perito Moreno, el hielo infinito


Frente a la península de Magallanes, a 80 km de El Calafate y en mitad de la región de la Patagonia se encuentra el glaciar más famoso del mundo, el Perito Moreno. Debe su nombre a Francisco Moreno, un científico explorador y curioso de esta zona austral.

Se trata de un gigante blanco de 60 metros de altura sobre el nivel del lago Argentino y de 5 km de ancho. Fuimos en taxi y, a medida que nos aproximábamos, su tamaño impresionaba más y más. 

Una vez en el parque, caminamos por los senderos Interior, del Bosque, de la Costa para ver el glaciar desde distintos puntos. Cuanto más cerca, más colores en el hielo: no era de un blanco nuclear, sino de tonos turquesas, mezcla del agua y del cielo, y pintado de grietas negras, como un mármol. Mirar toda su extensión era como estar frente a un gran campo de bloques helados. Me imaginaba caminando sobre ellas, saltando de piedra en piedra como el espigón de una playa blanquecina y resbaladiza.

Aunque los más espectacular del Perito Moreno no era su forma o su tamaño, sino su sonido. Pedazos de hielo se derrumban cada poco, creando un crujido que se pierde en el aire, como un trueno seco e inusual. Cientos de turistas esperan en las barandillas de madera para ver algún desprendimiento, ojo avizor y cámara en mano. Esto es debido al avance imparable del glaciar, que crea presión mientras el agua se filtra por entre sus huecos, creando bóvedas que finalmente caen.

Hoy me siento más afortunada aún. Otra maravilla del mundo vista y disfrutada en mi ficha de viajes. ¿Qué más nos espera en América Latina? No llevamos ni la mitad de la aventura y la emoción no decrece...

sábado, 16 de marzo de 2013

El Fin del Mundo

¿Qué hay en el Fin del Mundo? Antes de ir me imaginaba un paisaje apocalíptico, sin vegetación ni civilización, como estar en la Luna o en Mad Max. Al llegar a Ushuaia vi lo equivocaba que estaba.

Podría ser ser una mezcla entre Suiza y Andorra: las montañas verdes rodean la villa, las casitas de tejados rojos quedan desordenadas a pie de monte y un gran lago (canal de Beagle), con picos nevados al fondo, acaban de enmarcar la postal. 

Ushuaia es la ciudad más al sur del continente. La Antártida queda a tan sólo 1000 km y para llegar a ella hay que viajar 15 horas en autobús y pasar dos aduanas. No tiene más de 70.000 habitantes, aunque por sus calles y albergues no paran de circular mochileros de todas partes del mundo. Es tan remota y lejana, que hasta en la oficina de Turismo te dejan constancia marcándote el pasaporte con su sello. Pero tanto exotismo tiene un precio.

La mayoría de museos son de pago, un café cuesta más de tres euros, así que decidimos entrar sólo al Parque Natural de Tierra de Fuego. Nos levantamos a las 6h de la mañana, queríamos entrar al recinto antes de las 8h y evitar así tener que pagar la entrada (16€). No había nadie en taquilla cuando bajamos del taxi, de hecho, no había nadie por ningún lado. 

Fuimos hasta la bahía, había un embarcadero y el principio de una ruta. El agua era el espejo perfecto del cielo y las montañas. Anduvimos por un sendero a lo largo del canal, íbamos caminando por la orilla, luego nos adentrábamos en el bosque, poblado y otoñal, al poco, veíamos un prado de hierba...

Fueron casi 5 horas de camino. Llegamos al refugio del Lago Roca con hambre canina: pedimos unas patatas fritas para poder sentarnos en una mesa y nos preparamos nuestros bocatas de queso. Al ladito de la chimenea nos entretuvimos con juegos de mesa, mientras escuchábamos Alejandro Sanz, Amaral y Andy & Lucas a través del hilo musical. Pensé '¿Eso es lo que se oye en el Fin del Mundo? A mi me parecía estar en casa.


lunes, 11 de marzo de 2013

Largas distancias en Patagonia

La Patagonia eran kilómetros y kilómetros de tierra, viento y desierto. Cielo, suelo y mar se extendían a lo largo, creando un juego horizontal de tres colores. Celeste, marrón y algo de verde. Los pueblos estaban lejos unos de otros, los pocos vecinos de las villas compartían habitat con lobos marinos y pingüinos de las costaneras.

Nadie por las calles, ni por los caminos. Se oía el viento. Algún que otro Chevrolet que pasaba sin detenerse por nuestro lado. Un transeúnte nos miraba sorprendido, no había visto turistas en meses, creo.

El viento en Puerto Deseado era tan violento que hacía imposible pasear. Vimos la lobería, el museo municipal y menos mal que conocimos a Gustavo. Era diskjoquei y locutor de un porgrama de radio nos invitó a cervezas, nos habló de su pueblo y nos propuso ir al estudio para entrevistarnos. Al día siguiente salimos las 4 en directo por la emisora local. 

A la tarde cogíamos un autobús hacía Ríos Gallegos, parada necesaria para recargar pilas amtes de llegar a Ushuaia, la punta más cerca de la Antártida. Iban a ser más de 15 horas de trayecto, había que prepararse. Compramos pan, queso, fruta y crackers para el viaje.Con mi navaja multiusos podíaos hacer el bocata básico de siempre y partir hasta el melón. 

Las distancias son menos largas con el estómago lleno, abrigos varios y un cojín para el cuello. Lástima que no me traje este artilugio tan útil y sufro de torticulis crónica. Y es que, aunque el autocar sea coche-cama y una pueda estirarse todo lo largo, nunca encuentra la posición idónea. 

Primero, te tumbas a la izquierda, se te carga la cadera, a la derecha, se te duerme la pierna, hasta que a las 8 horas descubres que la mejor postura es boca arriba. La más sencilla y normal. Y cuando por fin logras entrar en un sueño profundo, alguien te toca el hombro. Ya hemos llegado a la terminal.  

miércoles, 6 de marzo de 2013

Familia en Miramar

Fuimos a Miramar de palabra. Ni aparecía en la guía, ni Vane tenía clase de baile ni yo tenía cuentacuentos para entrevistar. Pasamos porque Laureta nos había pedido que fuéramos a saludar a su familia.

Llegamos de noche, su hermano Fran nos esperaba en la terminal de ómnibus. Ani, su madre, y Laura, su abuela nos abrazaron al llegar a su casa. Parte de Laureta venía con nosotras desde España, la alegría y la emoción flotaba en el ambiente. Nos invitaron a una cena variada y riquísima en el Círculo de Amigos. Cada una estaba contenta con lo suyo: Almu con la ensalada, Vane con los quesos, Aida y las anchoas y yo con un platazo de verduras al vapor. No nos dejaron pagar. Demasiada amabilidad.

Quedamos con la familia al día siguiente para merendar en casa de la yaya. El mate y una bandeja de facturas armonizaban la mesa. Laura había nacido en Panticosa (Aragón) hacía 93 años pero cuando empezó la guerra anduvo a pie hasta Zaragoza y luego a Madrid. Allí conoció al que sería su marido, bohemio y aventurero, que cruzó el charco en busca de un futuro mejor. Se casaron por poderes, él ahorró durante un año para el billete de su mujer. Laura tenía entonces 30 años y, en seguida se acostumbró a la manera de hacer de los argentinos.

Hoy usa palabras de aquí, toma mate cada tarde (con un poquito de manzanilla que endulza el agua), sabe disntinguir una buena factura de otra mala y hasta cocina empanadas. Pero aunque haya pasado más de la mitad de su vida en Argentina, haya criado a dos hijas, conocido a sus nietos (y un bisnieto), la yaya sigue conservando el acento español. Es su marca personal, igual que los libros del refranero de la estantería, la bandera de su cuarto y los platos que cuelgan de la pared.

Su ilusión es reencontrarse con Arnau, su bisnieto de Mataró, aunque a veces no entienda una palabra de lo que diga, y viajar con los del Imserso de la península. Nos emocionó escuchar sus trayectos por Segovia, Madrid o Salou, y sus ganas de seguir moviéndose. 

Para despedirnos nos contó una de Gardel, a viva voz, nerviosa por estar delante de todos, secándose los ojos con la servilleta. Había dejado el coro hacía poco, porque ya no leía las letras en el papel y le daba vergüenza, pero no había perdido el timbre y la calidez de su voz. Lloré al escucharla: me llevó hasta mi abuela, a ella misma y a sus vidas, partidas en dos, siempre valientes y fuertes.

martes, 5 de marzo de 2013

Cuentos de Miramar

Conocí a Claudia Samter de casualidad. Ni tenía contactos en Miramar ni sabía como encontrarlos. Fue Ani, la madre de Laureta, la que me pasó el teléfono de una amiga de una amiga, que sabía que escribía. Cuando la llamé para quedar, Claudia parecía entusiasmada por conocerme y por participar en mi trabajo.  

Me llevó a Las Tolvas, una cafetería moderna de la calle 21, con trufas y cupcakes en el mostrador. Le expliqué el porqué de todo: de mi viaje, de mi búsqueda de cuentos, de mi vida y de mi presente. Una apenas se da cuenta de cómo suenan sus propias palabras hasta que otro pone la oreja y reacciona. Claudia se emocionaba con mi historia y me hacía sentir importante. 

Ella tenía 65 años y había sido maestra, profesora de alemán y de inglés, y de expresión corporal. Había trabajado siempre con niños y ahora se dedicaba a los ancianos. Había empezado a escribir hacía 14 años, justo cuando sus hijos se fueron de casa. Su primer texto, Compañía inesperada, iba sobre la soledad en el nido vacío. "Los primeros escritos de un autor siempre tratan de uno mismo, luego uno se empieza a distanciar y a narrar para otro, desde otro lado", señalaba Claudia.

Había escrito cinco libros, uno autobiográfico, una novela, tres sobre cuentos y otro que tenía en mente. "Cuando tienes un proyecto, vale la pena despertarse" - sonreía - "descubrir una segunda vocación (la primera fue la docencia) a los 50 es una suerte". 

Me dio a elegir varios cuentos, me quedé con De almas y nubes, sobre las formas diversas del cielo en la Patagonia. Me lo contó en alto. "Cuando escribo soy yo. Mi misión es devolver la imagen al otro para que le sirva" - concluía - "y ahora con los abuelos, soy más payaso, me muevo ágil, les hago chistes, pongo caras, intento que no se duerman... A través del humor también se enseña".


domingo, 3 de marzo de 2013

AMardel

Mar del Plata o Mardel, como la conocen aquí, es una ciudad abierta al mar y a la luz. Bien podría parecer una villa del norte de España, como San Sebastián, Gijón o Santander. El océano, salvaje y peleón, la define. Por el paseo marítimo, sus habitantes pasean, toman mate y bailan tango y cumbia en espectáculos callejeros. La gente parece animada y feliz.

Mardel no es famosa por sus monumentos históricos, museos o algo en particular. La Lonely Planet tan sólo le dedica un par de párrafos. Aún así nos fascinó. A veces un lugar es maravilloso sólo por la compañía, y eso fue lo que nos pasó.

Nos hospedamos donde Fernando. Vivía en una casita de la zona de Güemes: tenía un jardín con un árbol lleno de aguacates, una perra guardián llamada Negra y una amplia cocina con mesa donde comer y charlar largo y tendido. Para él, éramos su primer couchsurfin, para nosotras él era el octavo. 

Nada más llegar, dejamos las mochilas y nos fuimos a pasear. No queríamos molestar ni tampoco llevarnos otra mala experiencia, íbamos con pies de plomo. A la noche, Fer nos prometió que cocinaría: preparó tortellini de calabaza, yo hice guacamole con nachos. Tal vez nos quedamos cortos, porque poco a poco fueron apareciendo amigos como setas. A las dos horas éramos más de 8 compartiendo sillas. 

Fer fue, sin duda, el mejor anfitrión. Nos enseñó el muelle,y las playas, los leones marinos, la casa con pain de bois, la torre tanque de agua, la sierra de los padres y compartimos exquisiteces, desde fajitas mexicanas y facturas hasta cerves, mate y una paella con amigos. Teníamos que estar tres días... creo que nos fuimos el quinto. La despedida fue triste y rápida. Promesas de mantener el contacto, ganas de verse de nuevo, abrazos y amistad que queda.