viernes, 1 de febrero de 2013

Cataratas de Iguazú

Intentaba inmortalizar ese momento. Guardar en mi mente esa sensación electrizante. Me repetía: Anni, haz foto de esto, cierra los ojos y vívelo. Y me daba miedo no poder volver a recordarlo.

Ayer estuvimos en las Cataratas de Iguazú, un impresionante parque natural con saltos de hasta 80 metros. El río parece que haya roto la tierra en dos, a la izquierda ha quedado la parte brasileira, donde se tiene una amplia panorámica del espectáculo, y a la derecha, la argentina, donde estás dentro, arriba, abajo, en las entrañas de las cascadas.

Es una certeza en mi: es lo más bonito que he visto nunca, más que el Taj Mahal, la Alhambra de Granada o el Rockefeller iluminado. Quizás porque es algo fruto de la naturaleza, donde la mano humana no ha participado. Quizás por la adrenalina de la altura, la inmensidad de los bosques, la extensión horizontal del cielo.

Sorprende la brutalidad y la fuerza del agua, su violencia al romper contra la roca y como se desmenuza en miles de gotitas creando nubes de vapor. La potencia y el peligro de los saltos, y a la vez, la calma, la paz del entorno, el sol cálido, el azul en el horizonte.

En la Garganta del Diablo estuvimos un buen rato: un fuerte chirimiri nos empapaba el pelo, la ropa, los pies. Notaba cómo las gotas resbalaban por la espalda y el pecho, sonreía. No sentía vértigo, ni miedo, era excitación y alegría. Quería lanzarme al vacío, tirarme de un salto, mojarme entera y dejarme arrastrar. Sucumbir y desaparecer entre las cortinas verticales de agua y morir o vivir, pero sentirlo.

Pero otros turistas te empujaban por detrás, ellos también querían estar en primera fila, echarse la foto y emocionarse. Ahora me queda el consuelo de haber salvado ese sentimiento en el cajón de los top ten de mi cabeza, y recuperarlo cuando necesite una buena descarga de energía.

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