Es difícil disfrutar de un día de sol o de una hermosa ciudad cuando no hay ducha previa, no se tiene el estómago lleno y no se ha descansado. Siendo mochilera, las necesidades primarias són básicas para todo lo demás. Me siento tan primitiva como cualquier animal, antes de nada quiero comer, dormir, ir al baño y asearme. Después estoy abierta al mundo y mis ojos vuelven a brillar de curiosidad.
Menos mal que intentamos tener cubiertas esas necesidades y que las raras veces que no se han podido cumplir, ha valido la pena la espera.
Cruzamos la frontera de Brasil en autobús, y de noche. El día antes habíamos recopilado toda la documentación que nos pedirían: billete de salida del país, tarjeta de crédito y reserva de un hostel. El conductor nos hizo bajar a las 4, habían yankis y franceses también, pero a ellos no les hacían pasar el examen. Un guardia nos hizo unas cuantas preguntas, contestábamos al unísono, en monosílabos. Por fin, nos dio la bienvenida a Brasil.
Llegamos 13 horas despues a Florianópolis, una isla con más de 60 playas, unida a tierra firme por un enorme puente colgante. Las praias son paradisíacas, rodeadas de verde y de arena fina: es como meter los pies en harina. Olas grandes y fuertes, que te arrastran, música de samba, tecno y reaggeton, gente que bebe cocos con pajita y caipirinha. Unos bailan bajo una sombrilla, una mujer en tanga juega a palas con su chico, un hombre vende vestidos en una burra, otro, churros con chocolate...nadie hace topless, excepto yo. Ahora sí que disfruto. :)
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